miércoles, 31 de mayo de 2017

EXTRAÑA MIRADA



            Me enviaban a la frontera asiática de un país, que si bien apenas era nombrado, había ingresado en una guerra de indigno genocidio.
            El viaje sería largo y debía prepararme para vivir una aventura, más que un trabajo. A pesar que estoy acostumbrada a ese tipo de investigación, llevo años entre trincheras abiertas en zonas literalmente inhóspitas, me cuesta aceptar algunas visiones de la actividad “humana”.
            Siempre para estos movimientos en vuelos penosos, debo salir de mi casa a las peores horas de la madrugada. Desayunar en los aeropuertos, cargar las cámaras y muchos antibióticos. Vacunas, creo que no me falta ninguna. Papeles y mis tres pasaportes, uno de mi país, uno del país donde nacieron mis abuelos y otro que me da la Unión Europea. Ya he tenido que enfrentar varios robos, atravesar cárceles inmundas y conocer lo que es un secuestro por parte de para militares y guerrilleros. El periódico paga altas sumas y luego regreso, maltrecha, pero así aprendí a disfrutar de mi pequeño mundo, mi casa.
            Llegué al aeropuerto y me estaba esperando Mariano Leacheba, mi traductor al idioma de ese país. Apenas nos habíamos cruzado una o dos veces en la redacción. Parecía un pato moribundo. Flaco, alto y desgarbado. Sus anteojos parecían la base de una botella vieja, de carey y metal, brillaban los espejuelos con un arco iris, una chamarra llena de bolsillos con cien artilugios, parecía que iba de pesca y no a una guerra.
            Nos dimos la mano, él, recogió las cámaras y le agradecí, pero mi mochila la tengo implantada en la espalda. No la dejo jamás, me ha sacado de apuro siempre. Unos minutos más tarde llegó Paulina, la secretaria del diario y me entregó tres sobres con monedas de varios países, carta a un embajador asiático y otra a un lama budista de la frontera con aquel país.
            Nos llamaron y debimos apurar el paso, nos quedaban largas horas de vuelo hasta llegar a Los Ángeles, para hacer trasbordo a una línea asiática. Me dieron esos insufribles asientos en medio de una fila de cinco pasajeros. Cada vez se viaja peor. Dejé con dolor mi mochila en el buche del lado izquierdo y Mariano, las máquinas en el de la derecha. Pronto, cuando se elevó el avión, cerré los ojos y me perdí en la charla que había tenido con mi ex pareja.
            Me quedé dormida. Me sacudió una mano el hombro, era un joven que reofrecía una bandeja con comida. Debía pagarla en dólares americanos. Saqué con poca discreción un billete de cien, tan sólo para molestarlo, y miré lo que traía la misma. Un pequeño lunch de jamón con ananá, una cajita con una hamburguesa y un ínfimo helado envuelto en papel plateado. Luego me acercó una botellita de Coca Cola y sonriendo se alejó para traerle a Mariano una bandeja de primera clase. Costaba 58 dólares. Pero él, me dijo, “Come bien ahora, mañana no sabrás si hay comida en nuestro hotel”. Nunca se equivocan.
            Al llegar a Los Ángeles, hicimos aduana y nos transportaron a un aparato de línea Filipina. Allí nos tocó un buen asiento. El ritual fue exacto. Me volví a dormir. Pasaron varias horas y una turbulencia nos despertó. Por el alta voz, nos pedían colocarnos el cinturón (yo nunca me lo saco) y estar despiertos. Llegamos a Kuala Lumpur, donde nos esperaba el embajador de mi país. Le entregué la carta y él, nos entregó una serie de planos y cartas.
Nos invitó a cenar en el mismo aeropuerto y charló con Mariano sobre fútbol americano, rugby y luego hizo algunos comentarios de la gente que trataríamos. Allí, la ví por primera vez. Era una “diosa” extraña.
            Su rostro de fina piel oriental, tenía un rarísimo maquillaje blanco en la frente y azul en las sienes. El cabello sostenido con un turbante de texturas muy mezcladas en color y forma. Labios bien rojos y sus orejas pintadas de blanco y amarillo con un plumón negro. Me clavó la mirada. No se si era con odio o sorpresa. Sentí un escalofrío en la espalda.
Se adelantó al llamado de los altavoces y pude ver su enorme pollera de seda de varios colores y una chaqueta de piel de animal salvaje. Advertí al pasar junto a nosotros que llevaba una gargantilla de calaveras talladas en marfil y plata. Varios anillos con raros dibujos. Eran enormes y atraían la mirada del público extranjero.
            Pasó en primer lugar al hidroavión que estaba detenido junto a un enorme lago artificial. Deduje que íbamos a un país donde había que lidiar con el agua. Se ubicó en un asiento principal. Nos miró fijo y mal. Mariano hizo un rito de “según me explicó” era de los indígenas de Australia para espantar brujos y mandingas. No pude dormir. Ella se volteaba a mirarme a cada rato. Yo aparentaba estar en el séptimo sueño, pero era mentira.
            Al amanecer, el aparato descendió en una isla. Era bellísimo el paisaje. Ella se estaba cambiando el tocado, se puso aretes de oro muy elaborados y un tocado alto con plumas negras larguísimas. Me volvió a mirar e hizo una especie de reverencia. La esperaba un jeep antiguo, pero muy cuidado. Unos jóvenes ataviados con telas muy rústicas la acompañaron y la escoltaban con lanzas. Nosotros dejamos la isla y marchamos hacia nuestro destino en un tren que parecía una pajarera deteriorada.
            El piloto del último hidroavión, nos explicó que era la reina de una tribu muy importante y dueña de una fortuna millonaria. Le pregunté porqué me había mirado así… “Señora, su ropa de pantaloncillos cortos, su chaleco y su sombrero despellejado y roto, la tenían muy sorprendida. Sabía que iba como reportera a la guerra y eso la horrorizaba”. Me quedé pensando y agregó: “Ella dijo que usted iba a una muerte segura”. Unas leves lágrimas perdían mis mejillas mientras miraba maravillada la salida del sol. El tren corría por unas vías que parecían el resultado de un terremoto, pero era por la guerra. El vagón estaba sucio, lleno de insectos, en especial moscas que parecían pegadas con caucho líquido. El paisaje no se disfrutaba, era muy irregular y lleno de polvo, era un mensaje de tristeza.
            Pasaron varias horas en las que mis piernas se llenaron de pinchazos de mosquitos y mordeduras de quién sabe que insecto infernal. Mi ropa era un asco. Mi pelo chorreaba sudor y barro. Era horrible.
            De pronto una manada de “ñúes” se plantó frente a máquina. Se detuvo el convoy y algunos hombres se apearon. Yo me acurruqué en el asiento de madrea. Apareció un nativo con rostro feroz y me tomó del pelo arrastrándome por las maderas astilladas. Caí sobre la tierra pedregosa fuera del tren. Y como por arte de magia éste comenzó a marchar rápido por las vías haciendo que mi vista las viera como dos líneas de oro.

            Me habían raptado. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario