ATRAPADOS
El reloj marcaba sin descanso el
paso de las horas, Pablo trató de detener la vista en un árbol retorcido en la
orilla del camino. El tren cada vez con mayor velocidad dejaba atrás todo lo
que podía ser vida en colores de verano. Derrotado. Sintió un dolor siniestro
en la espalda que pesaba toneladas. Su mochila y pertrechos pesaban.
Parecían huestes en cacería
humana. Un soldado tras otro se quejaba por el triste destino. Yo no quiero ser
guerrero. Mis manos labriegas roturan la tierra y cosechan el trigo. ¿Qué hago
así, disfrazado de muerte? A su lado otro muchacho acomodaba su ignorancia de
armas y destino. Levantó la vista del ventanuco y sacó del bolsillo su armónica
y comenzó a sonar una antigua música campestre. El sopor se disipó en los
reclutas y comenzaron a corear la sonatina. El aire se llenó de alegría
juvenil. A lo lejos, se comenzaba a ver humo de los incendios. Pero ignoraron
las señales.
Los sobrecogió un ruido
contundente sobre sus cabezas. Eran aviones del enemigo que bombardeaban el
convoy de vagones atestados de soldados.
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