Lo observó asomado, la primera
noche. Nunca lo había visto, pero supo de inmediato quién era. Fino, elegante,
silencioso. No pronunció una sola palabra. Ni un gesto. La pequeña barba negra
sobre el mentón hendido, aguzada la mirada y la sonrisa. ¿Cómo le hablaría? ¿En
qué idioma?
El sudor pringoso se
deslizaba por el cuerpo, apenas cubierto con la camisa que le dieron tan pronto
llegó. Le quitaron todo. Absolutamente todo lo que traía. Pasó por un agujero
que servía de ventanilla para recoger el nuevo ajuar. Manos anónimas de un
extraño le entregaron el uniforme. El frío le calaba los huesos. Ingresó al
profundo hueco del sub-mundo en el que viviría hasta el día, la hora y el año.
Estaba escrito y lleno de sellos en un edicto judicial. Era devastador. Más
tarde, sintió que, la mirada de él, recorría su cuerpo aún firme, joven, vital.
Se estremeció. Edad indefinida. Moreno y alto. De traje negro. Impecable. Tenía
un aspecto varonil y seductor. Dejaba una libre hendija abierta a los
pensamientos lujuriosos. Provocaba deseo. Pasión.
Desapareció tras un sutil ruido. Afiebradas las otras, tras las
rejas, jadeaban.
Se recostó en el desvencijado camastro y comenzó a jugar con la
imaginación. Deliraba gozosa. Subía a la cumbre agónica de su mente afiebrada.
¡Ese ser viril la espiaba, despertaba el instinto que la había arrastrado hasta
esa infame mazmorra!
Recordó el otro cuerpo, azote astillado por el vino, droga y sexo.
Hombre. Macho. ¡Fue su hombre!
Se quedó dormida y voló al mundo del cual la habían arrancado.
Cayó en un hoyo de aguas bravas —arremolinadas, rugientes como ella— que le
arrebataba la ropa y la mordía. Soñó con extraños de ojos glaucos, añiles,
rojos, negros y manos. Miles de manos que trataban de atraparla. Despertó con
el corazón latiendo truenos. Eran cientos de timbales en acción. Al erguirse,
cayó su camisa empapada en sangre, su espalda atravesada por un encaje de
arácnidos calientes.
Una mujer gritó, urgiéndola a vestirse. Salió apresurada, empujada
por las otras, que masticaban odios y rencores. Sin embargo, sentía un gozo
indefinido que le arrimaba un suspiro al rostro iluminado, apacible. Se fue
acomodando a los relojes impuestos, a la ira.
Cada noche se asomaba él, con su mirada instigándole al delirio.
Ronroneaba placeres en la soledad de su cubil. Estaba allí, siempre que el
pensamiento lo atraía y aparecía en el resquicio de un rincón o suspendido en
el alfeizar, abandonado en la litera crepitante de pasiones. Bello, envolvente
con su helada piel sedosa, cautivando, con su voz de salmodia, la carne
ardiente de muchacha.
Él le recordó entre placer y sufrimiento, sus viejos afanes de
ramera. El masculino retozo del tipo que amó con locura desbordando pasión, y
que la traicionó con otro macho, imberbe.
Le mostró el cuchillo —caliente aún la sangre— con el que lo
remató en la cama. Le contó al oído, el final de la historia de su padre, a
quien empujó cuando estaba alcoholizado por el puente del río más bravo de su
pueblo. Le mostró al viejo, tratando de poseerla por la fuerza, cuando tenía
apenas ocho años.
Mientras tanto, ahora, con los labios le acariciaba la nuca
frágil, sudorosa. Armonizaba así desdicha con lujuria. Entonces odió otra vez.
Sintió mucho odio.
Una noche, encendieron una luz potente. Llegaron a buscarla. Eran
cuatro. La arrastraron hacia el baño. Gritó. Nadie acudió a ayudarla. Llamó
urgente, mientras continuaron con la faena, dentro del retrete hediondo. Ya
agonizaba. Elevó la mirada y allí lo vio, un hermoso hombre complaciente
asomado a la ventana.
Era él. “¡Lucifer —murmuró casi sin fuerzas—, ayúdame!
Él estiró nuevamente la mano y la tomó gozoso.
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