jueves, 10 de enero de 2019

HOY




Las bocinas dejan insomnes a los pocos transeúntes de Central Park. La puesta de sol preña de intermitentes trozos de penumbra las calles. En derredor comienzan a perfilarse los vagabundos, alcohólicos y desamparados, que buscan un retazo de espacio para dormir. Husmean en los bolsones de basura para ver si encuentran algo.
 Los dealer venden sus drogas a los cada vez más resueltos consumidores, mientras algunas patrullas tratan de aliviar avenidas y pasajes de lacras callejeras.
 Un automóvil se detiene en 5ª y Landfort, y se acercan dos muchachotes encapuchados, calzados con zapatillas brillantes y generosas. Una mano, enguantada y aturdida, extiende un billete de diez dólares a uno de ellos y atrapa un indecente botín. El vehículo escapa. Es una ráfaga de fuego negro que brilla con la extraña luz de neón.
 Leyla Dogherty, enfundada en un escotado vestido negro, aspira una línea. Su manager la observa con mirada vacua. Sabe que cantará como nunca. Su voz, con ese raro tono burilado, es capaz de trastornar a la inconfundible concurrencia grifada del club Ninna. Son las horas voraces de la noche. Allí se arreglan los suculentos negocios sucios, y no tan sucios, de New York.
Leyla se desplaza con los altos tacones envuelta en una malla de piedras engarzadas sobre la piel desnuda. Alta, delgadísima por su adicción y rubia hiriente, esconde una mirada insinuante y lejana. Oculta un secreto. Habla poco o nada. Tiene eternas horas insomnes, por las que camina descalza sobre el frío mármol del departamento. Nadie sabe de dónde vino, ni qué hará.
Su público delira cuando comienza a cantar. Música casi desconocida con letras que huyen a extraños espacios de tiempo. Pero, ha comenzado a sentir el mismo dolor de antaño. El síndrome comienza a invadir sus músculos como entonces.
El perfume de los cuerpos reunidos en el salón del club, penetra en las fosas nasales de Leyla. Sangran sus pequeños capilares rotos por el uso del polvo blanco. Kevin, el pianista, le alcanza un rectángulo de papel absorbente y se sostiene con sus largas manos transparentes, donde venas azuladas escurren la sangre enferma. Sigue, lánguida, cantando esos lejanos recuerdos musicales.
El silencio se interrumpe por el zumbido de una necia que se ha emborrachado y está llena de narcóticos. Hace silencio. Nunca permite que le impidan su actuación con el respeto que merece. Un aplauso insinúa que deben apoyar su voz. Abandona el escenario. Arrastra su breve cola negra centelleante de azabaches y piedras, pero se nota que tiene alguna dificultad. No está erguida y segura.
Robin Keathon, su manager, la toma de un brazo y masculla en su oído una palabrota. No puede ser que destruya su carrera con un capricho o por la droga. Ella se suelta y acomete hacia el camarín. Es Leyla Dogherty. La única. Los aplausos caracolean tras la mujer, que se pierde entre las sombras. Allí, puede dar rienda suelta a su verdad. No conspira, sabe que tiene un tiempo, sólo un breve tiempo, y cantará en una silla de ruedas. Aún huele el fuego de una época perdida en su misterioso pasado.
En el sosiego que la envuelve, descorcha una botella de vino burbujeante; un exquisito champagne francés. Bebe. La copa cae de su mano cuando en el espejo ve reflejada la imagen de la amable mujer que la cuidaba y que se disolvió en la tormenta hecha cenizas. Tú, Mery, ¿qué tramas? Acaso vienes a buscar venganza. Desaparece la imagen en el azogue y Leyla llora. Después de años puede llorar a esa mujer perdida. Robin Keathon le acerca una línea y ella, de una palmada, la destierra de la mesilla. No quiere ese sostén mercadeando su vida. No habla. Él la empuja hacia la puerta de salida y, subiéndola al auto con un envión, la desfigura en el cuero del Mercedes.
Te odio. No soy tu prisionera. No te debo nada.
No le responde y ríe, ríe a carcajadas. Le aplasta una mano en el rostro. Vuelve a sangrar la nariz. La magnífica cantante es un guiñapo humano. Él enciende un habano. Ella se arroja sobre el hombre y comienza el fuego. La combustión es rápida.
 El chofer trata de evitar que se propaguen las llamas. Trata de escapar, pero Leyla ha cerrado herméticamente las puertas y crepitan entre los aullidos agigantados de dos perros que esperan a la orilla de la calle. Son dos galgos. Esperan a su ama.
Ella sale por la puertecita y camina mientras el coche estalla. Entrará en esa margen inexplicable de sombra y penumbras. El chofer se deshace detrás, en cenizas y, una brisa lo dispersa por los jardines.
 Adiós, querido Terry, pronto nos volveremos a encontrar —murmura. Y sigue por la calle solitaria.
Mañana los diarios hablarán de la extraña muerte de la artista del año, Leyla Dogherty. Los encargados de investigar se estremecerán al no encontrar huellas de su cuerpo.




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