Imanne
caminó por las calles desiertas a esa hora. Llevaba en su bolsa un atado de
verduras para cocinar. Su anciano padre la esperaba en la puerta de la casa.
Casi ciego, su único contacto con la vida era su hija que florecía en la casa
avejentada por el tiempo, el sol y las lluvias.
Se
cruzó con Abdellatif quien la observó sorprendido. No estaba con su hermano esa
mañana. No era correcto que comprara en el mercado estando sola. Ella se cubrió
el rostro y apresuró el paso. No podía hablar por nada sobre lo sucedido a su
hermano Omar. Esa noche un joven extranjero lo invitó a un lugar donde se
juntaría con algunos muchachos de su edad para hablar y cuando despertó no
había llegado aun a la casa. Le mintió al padre. El Profeta la perdonaría,
porque no debía preocupar a su amado progenitor.
Cuando
llegó a la puerta de la casa lo vio. Estaba tirado como un saco de pasto seco
entre los escalones que lo llevaban a su habitación. Abrió como pudo la entrada
que chilló en los herrumbrados goznes y arrastró a Omar con energía hasta el
patio. El padre la llamó. -¿Qué pasa hija?- Nada padre es que pesa mucho mi
compra. Alá Misericordioso la perdonara.
Dejó
la compra sobre la rústica mesa y corrió descalza a levantar el cuerpo de Omar.
Tenía un horrible olor a alcohol. Es una vergüenza que haya bebido. Si padre lo
sabe lo castigará con su cinturón de cuero. Como una experta lo subió a la cama
y se retiró. No se animó a sacarle la ropa. Ella era mujer y nunca le era
permitido hacer algo tan perturbador.
Salió
a buscar a su vecino. Él, hablaría con su hermano cuando despertara.
Abdellatif, se sorprendió cuando la vio parada junto a la ventana del negocio.
Salió. Ella cubriéndose más la cara le contó lo sucedido. Un suspiro enojado le
hizo mirar a los ojos de ese hombre que la llenaba de miedo. Pero la miraba con
seriedad sin enojo.
-Yo
te ayudaré, pequeña.- dijo, para que tu anciano padre no sepa el pecado de su
hijo. Llámame cuando sientas que ha despertado. Ella salió corriendo. Casi tropieza
con el padre. -¿Hija qué pasa?- Nada, nada. Descanse pa.
Al
medio día cuando el perfume de las verduras y la carne de cordero hacían gala
de su buena mano en la cocina, despertó el muchacho. Estaba mareado y parecía
un espantapájaros. Se asomó a la ventana y le hizo una seña al vecino. Entró,
éste en la casa, con un buen pretexto para no asustar al anciano. Fue directo
al joven y lo tomó del brazo llevándolo hasta la puerta. –Sal mal nacido. Mira
lo qué haz hecho. Tu pecado puede llevar a tu padre a la tumba.-
Omar
se arrodilló pidiendo disculpas, pero aun estaba mareado. Algo extraño le
habían dado junto con la bebida. Fumó un cigarrillo extranjero que olía
horrible y eso lo tumbó. Nunca más aceptaría una invitación de ese extranjero y
de cualquier otro.
Recordó
la música que retumbaba en su cabeza y el ruido de las sandalias sobre la
madera del café. Vinieron imágenes a su memoria, unas mujeres extrañas vestidas
con ropa diferente a las chilabas y a las que usaban las muchachas de su
ciudad.
Sintió
nauseas y salió hacia el huerto donde vomitó un jugo verde y maloliente.
Se sintió un poco mejor. Su padre
olfateó el aire y entendió que algo malo había pasado.
Abdellatif
sacó al viejo con un cuento de mostrarle unos cueros que le habían traído del
interior. Así, Omar se pudo esconder un rato. Se lavó y acicaló. Cambió la ropa
y las sandalias que entregó a Imanne para que lavara. Luego comió un buen plato
de cordero con verduras y pidió permiso para ir a la Medina a comprar un atado
de cigarrillos. Fue una forma de alejarse. Su querida hermana, lo esperaba
junto a la puerta con el padre sentado en un sillón de madera. Unos músicos
pasaron tocando una hermosa melodía y el tamboril, los sacó de la angustia que
sin saberlo compartían padre e hija. Cuando Omar regresó era el buen hijo de
siempre. Alá los había bendecido, dijo el padre y la muchacha con lágrimas en
los ojos, asintió mordiéndose los labios.
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