Soñar
que estoy parada junto a las vibrantes olas del mar que azotan las
rocas junto a la playa.
¡No
podrá caminar más!; sentenció el galeno. La rodeaban varios médicos en el
nosocomio. El accidente fue terrible. Abigail caminaba distraída por la acera
de la avenida en plena mañana de un domingo temprano. Se detuvo unos minutos
para observar una mata de flores silvestres que crecían en una grieta entre las
piedras. No escuchó el sonido de los neumáticos que rayaban el pavimento.
El
coche se estrelló sobre la vereda cerca de una bocacalle arrastrando a la
muchacha. Se incrustó en un árbol y tumbó varios carteles y faroles. Ella
despertó en la guardia de la clínica Santa Catalina. No recordaba nada. Siguió
con la mirada activa por su alrededor y descubrió a su madre y a su hermana
Angélica.
Tenía
cables por todos lados. No se podía mover y tampoco hablar. Una pequeña máscara
le proporcionaba oxigeno. Las horas eran eternas. Esperaba cuando salía su
madre y entraba su padre. ¡Lloraba como un niño chico! Su estrella de mar, como
le decía estaba allí, inmóvil y en silencio.
Cuando
ingresaban los médicos escuchaba murmullos, nada coherente. Pasaron varios días
hasta que logró comprender su estado. El día que entró Emanuel, su novio, lloró.
No quería que la viera en ese estado. Hinchada, morada, llena de vendas y quién
sabe qué otras “bellezas” vería. Él, se acercó y cerró los ojos. Una gruesa
lágrima surcó su rostro y se perdió en la barba. Igual la besó con delicadeza.
Muy
pronto llegó una enfermera que lo sacó de la habitación. ¡No puede estar acá si
no es familiar directo! Sentenció. Y él, como un chico obediente la saludó con
la mano y se fue caminando hacia la puerta dando la espalda, cosa que produjo
un ruido sonoro. Chocó con el vidrio y soltó un ¡AY! Que resonó en los
pasillos.
Abigail,
por joven y sana en su vida desde niña, comenzó a mejorar. Su apariencia fue
abandonando las vendas y machucones y dejando tubos de plástico hasta poder
sentarse. ¡Le dolían las piernas!
¡Es
imposible, son dolores reflejos! No tiene sentido. Su médula está dañada justo
en las vértebras dorsales. Hará toda clase de ejercicios y tratamientos y
dejemos en manos de… ¡Dios! Dijo Abigail.
Cuatro
meses después partió en silla de ruedas a su casa. Allí la esperaban sus amigas
y su novio con globos de colores y flores. ¡Vio por su tablet el accidente! Una
familia completa incrustada en un árbol. El que manejaba se quedó dormido,
venían de una boda. ¡Un agudo dolor le produjo saber la historia!
Ya repuesta y habiendo hecho toda clase de
terapias, no podía caminar. El padre ese año, a pesar de los gastos, había
contratado un viaje al mar. La costa del sur de Italia era el sueño de Abigail
y él, se lo iba a cumplir. Con euforia partieron en avión a Roma y de allí en
un tren que los llevó hacia el sur, fue una sucesión de imágenes maravillosas
para todos, pero la muchacha, en su más íntimo pensamiento estaba triste.
En
las noches cuando todos dormían ella se acercaba como podía y miraba el mar,
ese con el que ella había soñado tantas veces y ahora que estaba allí, lo
sentía tan lejano. El rumor de las olas que azotaban las rocas, eran una música
fascinante que nunca disfrutaría como ella creyó disfrutaría con Emanuel el día
que se casaran.
Hablando
de Emanuel, cuando supo que ella no caminaría jamás, consiguió una beca bien
lejos y le prometió volver algún día. ¡Eso, ella sabía no sucedería nunca
jamás!
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