Había
dejado de llover. Leandra entró al comedor y comprendió que había llegado
demasiado tarde. Se oía la cascada de los desagües desagotando
agónicos el canal de la azotea sobre el pequeño patio interior. Estaba sola.
Unas sombras se alargaban en los mosaicos mojados. Dejó el paraguas húmedo con
pena apoyado en la silla. Se quitó la bufanda y los guantes que hacían juego
con el hilo de sangre que se diluía en el torrente hacia la pequeña rejilla de
la terraza. Lo vio allí caído. Solo, quieto. La cabeza destrozada contra las frías baldosas. ¿Por que a ella? ¿Por qué en su tragaluz?
¿Porqué ese hombre que llenaba de sueños sus largas tardes
grises de domingo?
Ahora que era primavera, él le dejaba ese regalo entre sus
plantas. Cortó una flor de una maseta. Se la puso en la mano y fue al teléfono.
Marcó el número que él, un día le dejara. Se sentó y lloró. Se había quedado
sola. La noche cubría la ventana como
cortina de pena.
Llegó
su madre, la misma que meses antes le dijo: “Ese hombre te hará muy
desgraciada”. Pero ella había soñado con el amor. Ese imposible para su vida
gris y sin sentido. Sólo trabajar y cuidar unas plantas y a un gato que se
escapaba por las noches por la ventana de la cocina.
La miró a los ojos ,
quería escrudiñar su alma... quería saber si aun su madre la odiaba. Te
extrañaba. Yo te dije…
Madre
él, me hizo feliz, no entiendo qué ha pasado. Anoche hablamos hasta casi la
madrugada, hicimos planes, pero…pero acá dejó una carta. Se despidió de mí,
sólo lo angustiaba el haber matado hace un año atrás a su exmujer. ¡Bueno, tal
vez, fue mejor!
Tal
vez, hija, estuvo a punto de volver a cometer un asesinato.
Entonces
no lo hizo por amor, sino por miedo a volver del lugar desde donde vino, la
cárcel.
Sonó
el timbre. Era la policía que venía a buscar el cadáver de Julio. Se secó una
lágrima con la manga del saco y abrió para deshacerse del cadáver del amor
imposible. La gata entró corriendo y se acomodó en el sillón, frente al
televisor. Todo volvió a la normalidad.
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