Comienzo
relatando una historia familiar. Nunca supimos si era verdad o una suerte de
leyenda. La abuela Catarina la contaba en tardes de calor y a veces cuando
llovía y estábamos aburridos.
Cuando
llegaron de su patria, en Europa, traían baúles con un sin fin de ropa,
herramientas y utensilios que creían iban a necesitar en esta tierra que para
ellos era desconocida y desértica. El tren que los trajo desde el puerto, los
dejó en medio de un paisaje selvático con árboles gigantes, helechos enormes y
plantas de todo tipo y color.
En las
noches escuchaban ruidos lejanos de tambores y animales. Vivían asustados y
siempre dejaban un fuego prendido por si se acercaban “fieras salvajes”. En
realidad nunca vieron a dichas fieras. De
vez en cuando un monito les robaba una fruta o una ropa que la abuela
tendía en un cordel de árbol en árbol, para que se secara. El sol al medio día
era igual, según ella, al de su país. No soportaba la humedad, venían de un
clima seco y agobiante. Mediterráneo, lejos del mar y más aun, cerca de las
montañas. Allí no las había por lo que soñaban con regresar a su patria. ¡Pero
no tenían dinero!
El abuelo
que tenía veintiún años comenzó a trabajar en un establecimiento maderero,
aprendió lentamente el idioma y se pudo defender un poco con sus compañeros de
tareas.
¡Siempre
renegaba de su condición de extranjero! Le daba a mi abuela, que tenía
diecisiete años, unos billetes que le pagaban de jornal y le recomendaba que
los escondiera muy bien.
¡Un día los
vio! Eran unos nativos. Semidesnudos, con la cara pintada de color negro y
collares. En una bolsa llevaban flechas y un arco. La abuela se hizo pis del
susto. Ellos la miraron sorprendidos. Seguro. Era la primera vez que veían a
una mujer con cabello rojo y pecas; ojos celestes y ropas que la cubrían tanto.
Salieron corriendo y se perdieron entre los árboles y helechos. A uno de los
pequeños se le cayó una flecha y siguió sin darse vuelta hasta desaparecer de
la vista de esa “bruja de pelo rojo”.
La abuela
se encerró en la habitación que había construido mi abuelo. Cerró todo lo que
pudo con un amontonamiento de arcón, mesa y aparador.
¿No creo
que ella tuviera menos miedo que los pobres nativos? Cuando llegó el abuelo y
encontró en el espacio que servía de patio, la flecha, la recogió y luego de
gritar que le abriera, entró y la dejó sobre la rústica mesa. La miraron con
temor, pero el abuelo dijo que tenían que esconderla para que no la vinieran a
buscar.
Con el
tiempo, en el lugar donde el abuelo trabajaba, conoció a varios nativos y supo
que eran buenos, tranquilos y que usaban el arco y las flechas para cazar y
comer.
Igual, en
mi familia, tenemos como un trofeo la famosa flecha que ya no está escondida,
sino que adorna la chimenea del salón como la señal de lo que fue la lucha de
ellos para adaptarse a nuestro país.
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