Recordar un olor es como ingresar en
la memoria de nuestra infancia dando brincos de alegría. Mientras hablábamos de
situaciones pequeñas, cotidianas que transformaban nuestra vida; especialmente
la de Andrés. Él, había llegado de Frankfur luego de ir a buscar en los
archivos los papeles de los queridos abuelos. Mamá y el tío Otto, lo habían
instado a hacer ese viaje.
No puedo decir todas las oficinas y
biblioratos que revisó; creo que cuando lo veían llegar suspiraban o meneaban
la cara desaprobando a ese americano estúpido que venía a trastornarles la
vida. Regresó con las manos vacías. A los pocos días llegó un sobre abultado
con papeles que no eran de esa ciudad, sino de la misma Berlín. Entre los
papeles amarillentos y olorosos, había algunas cartas que no tenían remitente,
pero que sí habían mandado de una oficina judicial alemana. Como todos esos
papeles eran de la época de la Berlín
Oriental , muchos párrafos estaban tachados con tinta negra
que seguro era un sello de esos que se usan para poner nombres o fechas. Sólo
que este era par vedar la lectura.
Mamá olía cada papel con una
dedicación que nos hacía delirar de risa. Hasta que a una carta le sintió el
perfume a diamelas que usaba nuestra abuela. Era muy suave y apenas se percibía
pero ella como sabueso supo que era de su madre. La abuela Érica había
desaparecido la famosa noche en que se levantó el Muro. El maldito muro que
separó a la familia. Nosotros que éramos una esperanza en el vientre de mi
madre, quedamos del lado libre y ellos, los abuelos y el tío Kurt del otro. No
hubo forma de comunicarse. Mi padre pagó a un señor una buena suma de dinero
para que le permitiera desde una ventana que daba al pasillo trágico entre
ambas, ver si podía hablar o verlos; y dándole otra suma a un guardia del este,
no consiguió sino que lo robaran y creo que nunca supieron todos los artilugios
oficiados para contactarlos.
Del sobre cayó una foto. Era gris y
casi invisible, pero con una lupa, papá y Andrés vieron a los ancianos y al tío
saludando con la mano en un andén de un tren con una valija en la mano. A mamá
le llamó la atención, ver que su padre y el tío se habían sacado la barba y el
bigote. ¡Pero todo era tan extraño en aquellas épocas que había que asumirlas
con paz!
Andrés
se dedicó a revisar las partes negras, con un amigo que usaba un invento de luz
ultravioleta, pudieron leer parte de los textos y todos eran muy simples. Cosas
cotidianas sobre la poca comida, las perpetuas requisas buscando armas o quién
sabe qué cosa extraña. Hasta que llegaron a un papel que había pasado casi
inadvertido por todos. Era muy importante y más ahora que cayó el maldito muro.
Era una especie de escritura de posesión de un campo que ahora quedaba en el
centro de Berlín.
Mi
padre y Andrés sacaron un préstamo y viajaron con documentos que acreditaban su
relación familiar. Y… ¡Oh, sorpresa; cuando lo vieron en la oficina Fiscal de
Justicia, los miraron con asombro! Éramos dueños de lo que hoy es el hotel más
grande e importante de Berlín. Un caserón antiguo que había sobrevivido porque
lo habían usado como la vivienda de un altísimo jefe del gobierno y estaba
intacto. Cuando mamá y yo viajamos, lo primero que hicimos, luego de
recorrerlo, fue ponerle el nombre “Gran Hotel Las Diamelas” y al fin se cumplió
con un sueño de mi familia.
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