Corrí bajo la lluvia. Empapado,
sostuve el portafolio firmemente. En él llevaba mi nombramiento de contador. La
empresa me contrató sin más trámite que la carta de recomendación del embajador
de Perú, amigo de la infancia de mi padre. El taxi se detuvo frente a mí y
salté, como una gacela, mojado hasta el calzoncillo. Dentro del coche sacudí el
agua del cabello y de la ropa. El hombre al volante me miró con ira desde el
pequeño espejuelo. Le estaba arruinando el terciopelo del asiento.
Me encogí y murmuré una disculpa.
Gruñó. Encerrado en las noticias que vociferaba el periodista en la radio, me
alejé del entorno. Otro irrefrenable defensor del gobierno de turno. Lamenté
haber votado nuevamente la famosa lista sábana.
De pronto, dobló por Arco
Viejo y elevó un abanico de agua mugrienta. Tras esa inesperada lluvia
vislumbré el cuerpo impregnado de repugnante agua callejera. Esa débil anciana
me hizo acordar a alguien importante de la infancia. El cabello cano, la piel
desplegada en descuido de tiempo, una ropa deslucida y una mano extendida
pidiendo piedad. Soltó, en vuelo pájaros, extintas remembranzas..
Logré solicitar al chofer
que se detuviera. La frenada me encastró en el asiento del conductor. Enojado
le exigí que volviera sobre la esquina húmeda. Irremediablemente estaba allí
parada. Desconsolada. Aún tenía la mano en posición de súplica. Abrí la
portezuela y le rogué que subiera.
“Señorita Purificación,
suba que la llevamos a su casa.”, invité. Su
mirada transparente se posó en mi rostro “Muñoz…”
“Gustavo Muñoz”, dijo, Recordaba mi nombre. Del rostro de un chiquillo que fue su alumno hacía
tiempo. Insistí, para cólera del energúmeno al volante.
“Señorita
Purificación…, lamenté no recordar su apellido, Han pasado más de veinte años. Más. ¿Cuándo vino a vivir a la ciudad?”,
hablé. Pensé que tendría setenta y tantos. La recordaba bella y madura,
allá en La Cruz
del Cóndor, donde en medio de los cerros estaba la escuelita de mi niñez. Evitó
que nos obligaran a vendimiar para poder asistir a la escuela. En esa época era
normal que los menores cosecharan uva al lado de su familia.
Pétrea y rústica como los alumnos, así era la escuela y la
maestra. Evoqué algunas tormentas cuyos truenos arreciaban igual que esa tarde,
entre las paredes de roca bruñida de la serranía y los viñedos. El ruido. El
miedo. Nos arremolinaba entre sus largas polleras y el delantal níveo, contando
historias antiguas. Libres de temor jugábamos con canicas y cuerda. Partía el
temporal y dejaba escurrir el agua sobre los peñascos sedientos. La miré.
Vulnerable como todo anciano, me observaba con incertidumbre.
—¡Sos un hombre! ¡Eras un granuja! ¡Inteligente y
poco hablador, costaba hacerte leer y adorabas los ejercicios mentales con
números!
¿Cómo puede acordarse de mí?, pensé. Ella era un endeble ser solitario. ¿Cuánto se pierde y
cuánto se gana transitando la vida? En su fragilidad descubrí con impotencia lo
perecedero de la mía. Quería abrazarla pero no me atrevía. Estaba tiesa con sus
gafas colgando de un cordel hecho con hilo de algodón de atar alimentos.
—¿Adónde la llevamos? Dénos su dirección.
—Vivo
en el refugio de Santa María de las Rosas. Es el geriátrico al que me llevó mi
sobrino nieto Alejandrito. Él vive en mi departamento en el Cerro Francia,
estudia y trabaja el pobrecito. No puede hacerse cargo de esta vieja tía. Nunca
me casé, la escuela me robó el tiempo de juventud y lozanía.
Cesó la lluvia, salió un
sol orgulloso de fuego y los vapores envolvieron la ciudad, como a una diosa
del Olimpo. Descendió del auto con dificultad, casi sin despedirse. Se volvió y
me dio un beso en la frente como cuando era niño. “Hasta mañana”, dijo y
enganchó mi corazón para lo que me resta de vida. Se alejó.
Sé que no podré dejar de ir y venir
por esa calle, dejaré mil cosas “importantes”, para venir a charlar. ¡Mi
querida maestra de campo! Purificación Menéndez. Al fin recordé el apellido.
Dormía en mi memoria de muchacho sin adiestramiento para el recuerdo. Pero su
amor vibraba en mí.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario