La finca
“Siete soles”, era tan grande que no se conocía un buen mapa de su tamaño. Los
dueños, unos ricachones de Buenos Aires, venían sólo para la cosecha. Daban
trabajo a muchos obreros, pero como todo extraño a la tierra, no se interesaban
por la gente del lugar.
El
cultivo y el pago estaba en manos de Cárdenas, comisario y buen vecino. Hombre
fuerte de la zona. Lamentablemente arreciaran los incendios y tormentas de
granizo, pero él, siempre estaba al pie ayudando.
Un día,
después de un incendio en la estancia grande, Cárdenas estaba proveyendo de
palas a los obreros que se acercaron a cooperar. Ahí fue, cuando vio a Eulogio
pasar con una carretilla hacia el galpón de la herrería. Le llamó la atención
el bulto que tapaba con una lona sucia. Alguien lo distrajo con un pedido para
el sofoque. Se dedicó a entregar picos a los hombres del pueblo cercano. Ellos
querían evitar que el fuego los alcanzara. Los aviones hidrantes iban y venían
desde el río al campo en llamas soltando agua del río desde la panza del avión.
Los patrones, avisados por
telégrafo, estaban de parabienes cuando supieron que se había extinguido el
foco del norte, el más valioso en almendros
y nogales.
Pasado
dos días, entre los árboles quemados, encontraron una calavera. Otra más. Esta
vez tenía el cráneo roto de un martillazo. Cárdenas llamó al jefe y le comentó
que había observado a Eulogio pasar con un extraño bulto, pero una carcajada lo
dejó un instante paralizado. El muchacho, disminuido mental, traía una de aquellas
desfiguradas famosas cabezas de barro. Las hacía desde niño. Malformadas pero
reconocibles como títeres grotescos. Eulogio no era capaz de matar una mosca,
dijeron a coro. Con una mirada estúpida la dejó en el umbral de la comisaría.
Reía a carcajadas. La baba del muchacho, que ya tenía como cuarenta años;
mojaba esa cabezota malformada con la que él infeliz los distraía.
Cárdenas trató de sacarla del medio
en el momento mismo en que el bobo, con un martillo la empezó a romper. La
herramienta estaba muy sucia. Tenía pelos y sangre. Mucho barro y el mango algo
quemado. También observó que los brazos del lelo, tenía una seria quemadura y
en la ropa tenía agujeros hechos por el fuego.
El
principal Hernández, el ayudante, preguntó: “¿Con qué te haz hecho eso?” El
muchachote contestaba sin palabras y sólo reía y reía sin dar mayor precisión.
Nada sacarían de él. Cárdenas lo tomó con algo de brusquedad y lo obligó a
entrar en la comisaría. Eulogio, se tiró al piso y se puso a llorar con temor.
Se orinó y se secaba los mocos con la parte de su manga donde tenía la
quemadura. Tiznó su rostro ya sucio. Luego de arrastrarse y gimotear un rato, Hernández
lo tranquilizó. Le dio un vaso de cola y
un resto de sánguche que había en la mesa. Trató de indagar pormenores. No
logró nada.
Llegaron
desde la zona este con la noticia de que se había iniciado un nuevo incendio.
Era intencional. Era imposible impedir que se apagara en forma rápida. Ambos
policías despidieron al enfermo con la seguridad, ahora, de que él nada tenía
que ver en el asunto. Salió como disparado.
En ese tercer fuego también
encontraron un cráneo roto a martillazos. Quemado. Pero por algunas piezas metálicas
de la ropa, supieron que era un peón del campo donde vivía el idiota. El padre
del muchacho era uno de los que más había ayudado en la terrible tarea de
apagar el fuego. Arribaron a la casa y el viejo corrió. Detrás, el muchacho,
cuando vio llegar la autoridad salió despavorido e infeliz como quien se lo
lleva una tormenta. Se internó en el monte. Llegaron en ayuda más personas
buscándolo. El rastrillaje dio resultado. Allí estaba el viejo desquiciado
martillando la cabezota ensangrentada del pobre imbécil. Comprendieron con
dolor que él había tratado de decirles eso. Todos pensaban que ese juego que
Eulogio tenía desde niño de armar cabezas de barro y romperlas con un martillo,
había sido sólo un juego, pero en realidad el pobre “tonto” tan sólo imitaba lo
que su padre hacía en cada asesinato.
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