Alejandro había pasado por la universidad sin pena ni gloria. Un alumno del montón que había conseguido el título de Licenciado en Leyes por astuto y persistente.
Era bastante parco, miedoso y
tartamudeaba cuando se ponía nervioso. No quiero contar cuando estaba frente a
una mesa de exámenes, con tres o cuatro profesores de esos que te miran como si
el que tienen adelante es una cucaracha. ¡Y hay que pisarla! Pero sin embargo lo logró. Con sus
miedos y prejuicios cumplió secretamente el anhelo de Bettiana, su eterna
enamorada que creyó que con el famoso diploma se venía el casamiento. Se
equivocó. Alejandro envalentonado, se marchó a un pueblo del interior para ser
el “doctor en Leyes” y hacer política.
Había comprado un auto usado y
alquiló una casita donde colgó un cartel que anunciaba su condición de Abogado
especialista en toda clase de temas. Llovieron pequeños productores que el
banco regional quería rematar, algunos vendedores que pasaban por ahí y dejaban
hijos producto de adulterio y que les obligaban las mujeres a pagar su cuota de
alimentos y problemas de arrendatarios y dueños que se entreveraban en deudas
eternas para cobrar. Todo dependía de si había buenas cosechas o si la siembra
era escasa o mala. Ni hablar de los campos anegados y los vientres de los
animales nulos.
De vez en cuando recibía una carta
de Bettiana que le reclamaba la promesa hecha el día que se recibieron en el
secundario: “Lo primero que hago si me recibo es casarme con vos y llevarte a
Europa de luna de miel”. Ni loco la traía a ese pueblo de morondanga. Y
llevarla a viajar. ¿Con qué? Si la mitad de los trabajos que hacía se lo
pagaban con un cordero o con un cheque que no lograba cobrar por meses. ¡Comer
comía bien, ya que por ser un “ilustre” en el pueblo, lo invitaban a todos los
acontecimientos del lugar: casamientos, bautismos y fiestas familiares! Se hizo
amigo del médico, otro zopenco como él, que no daba a basto con la clientela.
Y un día ocurrió. Vino al estudio
una mujer que rompía las paredes… era casada y quería el divorcio. Allí, en el
mismo sillón de cuero verde, se puso a llorar mientras mostraba unas piernas
dignas de una modelo. Rubia, (teñida) con labios gruesos y con mohines de niña
que lo dejaron patas para arriba. Unas “gomas” que marcaban hoyuelos en la
blusa y la pollera corta que al sentarse, mostraba el muslo gozoso. Cayó
rendido a sus pies, prometiéndole que en un corto tiempo era divorciada. Ella
le aclaró que no tenía como pagarle y él, generoso, le dijo: Querida ya
veremos, dejemos eso para más adelante. Y así fue ella se divorció y pagó. En
el modesto hotel del pueblo le pagó con unos amores inolvidables.
Ella, se quedó con un campo de trece
mil hectáreas y de pronto Alejandro, abogado, dejó el estudio y se dedicó a
trabajar el campo. Dicen que Bettiana sigue esperando. Y él es un rico
hacendado con miles de pesos en el banco. ¡Ah, el zopenco, hizo algo parecido,
se casó con la prima de la mujer y tiene otro campo lindero en el que cría
ganado Holando-Argentino que exporta al exterior.
¡Hay que tener cuidado con los
letrados!
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