Se descolgó del tranvía con el diario jugueteando bajo el brazo. Miró a derecha e izquierda. Sólo vio el cartel desdibujado, del almacén “El Progreso”. Cerrado. Todo alrededor moribundo. Los árboles agonizando. Las veredas rotas. Las casas quietas. Volvió para asirse del barral del transporte, pero éste doblaba la esquina en huída fervorosa.
Parado. Recorrió con la mirada las pocas viviendas amortajadas por la soledad. Comenzó a caminar por Morín Navarro, hacia el sur. Un aire gélido le descolgó el sombrero que rodó por los adoquines junto al recuerdo.
Observó la otrora magnífica casa de Lucinda. La hiedra invadía todo. La bella reja española, orgullo de la familia de la niña, se quebraba por el moho. Un fuerte olor a orín de gato le cacheteó la evocación. Se detuvo un instante frente a la puerta e ingresó al territorio de sus imágenes perdidas.
Allí
jugaban a la rayuela con Tato y el Colorado. Allí la vio por primera vez. Junto
a la reja. Tenía, un vestido celeste, trenzas gruesas y zapatos negros
brillantes. Hoy se que eran guillerminas de charol. El pelo me pareció,
entonces, como una cortina de luz solar. Era una primavera cálida. Mis pasos se
dispararon y caí junto al cielo de la rayuela. Ella era el cielo. Se fue corriendo
y se perdió tras el cancel vidriado de su casa.
Tenía
once o doce años. Era como un pedacito del paraíso. Las canicas se
transformaron en un bulto desubicado en mi pantaloncito corto. El trompo me
clavó su ponzoña allí en el corazón, que comenzaba a sacudir catorce años.
Pasaba todos los días para tratar de verla. Un día me atreví y le puse en la
ventana, en la preciosa reja, una hoja que arranqué de un libro de mi hermana.
Era un verso de Pablo Neruda. Me costó una pelea con mi hermana y una penitencia
de mamá. Papá no dijo nada, sólo me miró de otro modo.
Pasó
un mes antes que me atreviera a hablarle. Ella, con una sonrisa pícara, me
regaló un jazmín. Lo estrujé contra mi corazón, bajo mi almohada lo encontró
mamá, que asombrada me preguntó mil cosas. Por pudor no le conté. Conocí su
nombre por el Colorado. Lo repetí mil veces. Lo escribí en papeles, en el
pupitre, en mi mano. Lo besé. Lo mordí. Lo busqué en diccionarios de nombres
para saber el significado. Loco de amor, con mi adolescencia empujando.
Llegó
la fiesta de
El timbre del tranvía que se acercaba, lo despertó de la nostalgia. Ahora no conocía a nadie. Cada casa parecía un monumento a la soledad. Al silencio. No se rindió. Se acercó a la esquina del café “Los Primos”. La vidriera empastada de grasitud y de tiempo, lo invitó a pasar. En la penumbra de tango triste, gardeleaba historias como la suya, una radio. Pidió café. El anciano que se acercó penetró su memoria y recordó su nombre. –“¿Vos no sos el Chino López?”- se sentó a horcajadas en una silla. La mesa destartalada ofreció una queja. Lo miró como queriendo desnudar el alma. Soy yo, pensó y usted es Don Rubio. Atinó a alargarle una mano en señal de reconocimiento. El viejo lo abrazó. ¡Cuánto tiempo! Treinta años y muy malos para mí. Revolvió el café en el pocillo cuarteado. Espantó moscas que intentaban apoderarse de todo. ¿Qué tiempos? Ya no queda nadie, de la gente de esa época.
El anciano, con una servilleta, muestrario de variedad de tiempo y menú, sacudió las moscas y espantó el recuerdo.- ¿Don Rubio, qué pasó en mi ausencia?- cuénteme hombre, por favor. –No puedo, el corazón, pibe, me falla cuando hablo. Sabés, me falla. Me hicieron tres bypass. Pasaron tantas cosas. La muerte de mi mujer, luego se llevaron a mi hija. Desapareció. Mi hermano se volvió a España. Y del barrio se fue yendo la gente y la que vino, puros “cabecitas negras”, como decía el General. Y, ¿Vos? ¿Qué fue de tu vida?- Gardel comenzó a apagarse. La luz se quedó dormida junto con el recuerdo. Y el fantasma de la memoria se instaló allí, en el café.
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