lunes, 28 de febrero de 2022

ZENÓN SOSA, EL VIEJO


            El sol penetraba el sudor grasiento del cuello del hombre. Febril, con las manos ensangrentadas, escarbaba entre las piedras y cascotes de roca que habían explotado sobre su compañero. Recordaba aquél día en la taberna, cuando el Belisario Yuspe, habló del oro. Les contó la leyenda que había escuchado de boca de sus antepasados. Una historia que se transmitía de generación en generación.

Allí, en esa montaña sagrada para los huarpes, había vetas de oro que los extranjeros, en tiempos de antes no pudieron encontrar jamás. Esos rubios ladrones que habían llegado de quién sabe dónde a quitarles la riqueza. Esos hombres rústicos se enamoraron de la historia. Zenón Sosa cuatreriaba, por causa del cierre de la Mina de Cobre El Retortuño.  Los gringos la compraron para dejarlos sin trabajo y sin mina.

Ahora arriaba caballos de los campos y él, perdió todo. Tal vez, ése era su destino; arrancarle a la roca la sangre mineral que escondía y salir de la pobreza. ¡Maldita pobreza del hombre de la tierra! Lo buscó al Lisandro Quiróz, compadre, y lo invitó. ¡Vamos a intentarlo!

            Mucho costó juntar una pequeña recua de mulas, que apenas cargaron. El Lisandro, trajo candiles y cartuchos de dinamita que robó en el polvorín de Uspallata en una noche oscura. Se había arrastrado bajo las alambradas, distrayendo a los guardianes con su perro que era un maula. Inteligente el animal, se hizo el herido jugando con los sentimientos de los guardias. Los cartuchos eran seis, pero causó alarma en el pueblo cuando el griterío hizo que una patrulla arremetiera fiera en cada rancho, buscando el explosivo. La redada no dio con ellos que ya habían salido rumbo a la cordillera. Tenían que jugarse antes que llegara la nieve. Si los agarraba el temporal, iban a volver como el famoso “descabezado”. El Futre, ese misterioso hombre, del que todos hablaban y algunos, entre grapa y grapa, decían haberlo visto cuando cruzaban para Chile. -¡Es mentira...! – pensó el Zenón, -¡Son embuste de hembra para justificarse con su hombre cuando se preñan de otro!- y escupiendo la tierra, hizo una cruz de barro para confirmar su dicho.- ¡El Futre no existió nunca, Lisandro, ¿usté se piensa que un señorito de ciudá, va dirse al campo ansí como ansí nomás, sin priendas güenas? Busque el mejor poncho que encuentre para pasar el frío, la cordillera es una puta.¡ Mujer arisca! Y el oro puede que se nos niegue si está tan dentro.”

            Salieron apenitas clareaba el día. Huían de los milicos. ¡No fuera que los sorprendieran con la dinamita! En la cuesta empinada cada metro era más difícil. Los cardones espinudos, indicaban la altura. El Lisandro se recordó que había una maldición que contaban los huarpes. El miedo no lo hizo recular, era bien macho. Zenón sudaba a pesar del frío.

Las manos arrancaban las piedras tratado de sacar al compadre. No había tiempo que perder. 

No miró el brillo del oro, luchó. Una lluvia de escombros lo tapó. El “Descabezado” tranquilo se alejó de la mina. Había hecho lo suyo, cumplía con el mandato de los Huarpes, “El oro huarpe no iba a ser de nadie, la Pacha Mama era la única dueña

 

 

Vocabulario:

Huarpes: tribu de nativos de la región de Cuyo, en la actual Argentina. Sus costumbres     tranquilas y de laboreo de la tierra los hizo ser dominados por los Incas y luego se mezclaron con los españoles en la conquista. Quedan aun familias descendientes de Huarpes en la zona de Lavalle y Malargüe.

Cuatreriando: cuatreros: ladrón de ganado.

Uspallata: pueblo de frontera entre Argentina y Chile.

Futre: leyenda que cuenta que en una apuesta un hijo de hombre principal, prometió cruzar a Chile a caballo y sólo vestido con frac, galera y capa. La leyenda dice que se congeló y el caballo regresó a la ciudad con el muchacho erguido pero que en el galope había perdido la cabeza. La gente de campo dice que se aparece entre las montañas antes de los temporales de nieve para prevenir a los que osan viajar sin cuidado.

¿Usté se piensa que un señorito de la ciudá, va dirse al campo ansí como ansí nomás sin priendas güenas?: sociolecto propio de hombres rústicos del campo argentino.

Naides: idem a lo anterior: nadie

Maula: malo, falso, pícaro.

Pacha Mama: diosa de la tierra en las comunidades nativas.

UN PÁJARO EN LA GUERRA

 

El ala sur de la vieja casa caía en escombros. Las sirenas que anunciaban los bombardeos habían callado hacía algún tiempo. Dispersos en los refugios, nos fuimos acercando entre el caos y el horror. Quedábamos, entre todos los parientes sólo ocho personas. Nos reconocíamos cada día después de los pasajes de aviones enemigos. Un grupo familiar pequeño para aquél que fuimos. El dolor nos daba fuerza y nos hacía compartir lo poco que teníamos. En la casa una ceremonia nos reunía en pequeñez de asombro; era un cuarto angosto, el que quedaba en pie, donde bebíamos el poco té que nos quedaba, en las tazas de porcelana antigua que milagrosamente estaban ilesas. Tragicómico era vernos allí en penumbra cuchicheando con el samovar caliente asomándonos el uno al otro con nuestras patéticas desdichas. Cada noche apretábamos nuestro sueño de continuar juntos. Un solo pájaro sobrevolaba el lugar, de los muchos que Jany  había atesorado desde joven en las enormes pajareras ya destruidas y que dejara desde el principio de la guerra volar en libertad. Todo un símbolo. El pajarraco, un cuervo negrísimo y gritón, silenciado por el miedo, regresaba cada noche y tironeaba el cabello de Grëtel  para meter su pico en el té azucarado apenas. Al principio fue una fiesta para todos, ahora, ya nadie se ocupaba de él, y sólo si no aparecía, Jany salía a mirar en el espacio iluminado por los haces de luz antiaéreos. Nos unía la risa y el pánico. El hedor de cadáveres llegaba en oleadas con el viento y nos acurrucábamos en una charla azarosa relatando cada uno lo sucedido en el día. La herida de Jorge no se estaba curando, la mano hábil de Elodia podía con ella. Pero Marcos le hacía chanzas desde su silla de ruedas...-¡herido de guerra! -le decía y recibía un golpecillo de aquello que tenía en la mano, Jorge. Había que disfrutar cada instante. La palabra mañana era un atributo inconsistente de la esperanza. Yo soñaba con conseguir harina blanca, de trigo, y unos huevos, poder prender la estufa y cocinar como lo hacía antes...igual el rito, me ponía el delantal y me dirigía resuelta a la alacena en busca de “algo”, y regresaba noche a noche con las manos vacías. Una noche repentinamente encontré allí un tarro lleno de harina de centeno, una taza de azúcar de remolacha, mantequilla y dos huevos blancos como el sol del mediodía. Llorando tomé con precaución todo y fui a la mesa de madera que servía de reunidero. Hice una corona con la harina, le puse el azúcar y mezclé con la mantequilla. Luego partí ceremonialmente los huevos y pude armar una masa húmeda y brillante...le agregué polvo de levar, que aun viejo, servía y en un molde abollado coloqué la masa. Vi que cada uno llegaba con un trozo de madera, leña o trasto que sirviera para la estufa. Acomodé el pan y esperamos charlando. A medianoche comimos cada trozo de pan crocante con olor a esperanza. Yo no había recordado la fecha, era navidad y allí aun estábamos reunidos todos los que quedábamos de la familia. El pájaro volvió esa noche con una hembra. Algo muy inesperado sucedía, tal vez venceríamos el monstruo de la guerra y tal vez otros también regresarían. 

UN TREN Y UN DESTINO INCIERTO

 

             Samuel se cubrió la cabeza, como lo hacía desde niño, sólo que esta vez se puso sobre la “quipá”, que se deslizaba por la calva, un sombrero de fieltro gris. Usó la capa negra para cubrirse los hombros. Su lánguido cuerpo muy cansado atropellaba al tiempo frío. Una fina manifestación de gotas caía sobre la ciudad. Tenía que salir. Sacó la máquina de escribir, del lugar elegido donde la guardaba, para esperarlo. Un piso almohadillado de baldosas sucias era el anaquel donde él, dejaba todo lo que esperaba arreglo. Nada se extraviaba a sus ojillos miopes. –“¡Saúl, con manos mágicas, arreglará como lo hizo siempre! ¡Amigo desde que llegué a este austero cobijo! ¡Tengo la urgencia de contactar a Mischa, debo enviarle estas ideas!-

 Salió y tras él un chillido metálico y hueco, afrentó a los goznes herrumbrosos con la calle. Tocó la “mezuzà”, besó ceremonioso sus dedos y recordó a su madre. No olvidaba los gestos que le enseñara en la niñez. -“Ritos sagrados, de los que hoy los jóvenes descreen o avergüenzan”-.

La calle era una fragua apagada, húmeda y quieta. A la izquierda la estación lo esperaba indiferente. Unos chiquillos, bajo un toldo deshilachado, jugaban al truco. El tiempo apremiaba. Quiso correr, pero no pudo, trotó entonces y se recortó una figura tragicómica en la vereda umbrosa. Risotadas juveniles y burlescas palabrotas se le adosaron a la capa. Las arrastró hasta el andén al que llegó justo a tiempo para trepar al carromato que lo acercaría al centro. Atrás, la casa, quedó envuelta en una maraña de glicinas muertas, abandonada, como un cementerio de recuerdos.

Un estallido ínfimo de un “chicle” le hizo dar un salto. Sosteniendo el sombrero se cruzó de un lugar a otro, para alejarse de los intrusos. Se arrebujó en la capa. Confundido, observó a su compañero de viaje. Apretados, malolientes e indiferentes, todos regresaban de sus labores. Un pertinaz malhumor abrazaba a la gente. ¡Esa era su ciudad!

Tal vez recordó otro viaje allá en Polonia. Unos rayos de sol aparecieron entre nubes y edificios que ocultaban su escuálida belleza. Esas figuras ahí, parecían enemigos mudos, que no lo sobornarían con mentiras. Apartó la vista y aprovechó que una mujer obesa, con un niño dormido en brazos, abandonó una butaca y se desplomó en ella. Cerró un instante los ojos. Tal vez se quedó dormido. El tren se detuvo. Miró el reloj que colgaba de su chaleco. “¡Las once y cuarto!” El barrio donde vive Saúl se acerca. Amigo.

 La estación Medrano muestra sus “azulejos pintados” con chorreaduras de óxido y humedad. “Mejor bajo acá. ¿O en Pasteur?, y, camino”. Tomó con esfuerzo la decisión y alcanzó la puerta. Seguro con la Olivetti en su mano izquierda, como un escudo de armas genealógicas, caminó, lentamente por el barrio. Allí estaba rodeado de gente como él.

Distraído primero, sorprendido después. No reconocía nada. No llegaba nunca. Nadie, de esas figuras le era familiar. Miró el cartelillo con el nombre de la calle. Era el correcto. Nada. Se detuvo y tocó a un joven que leía la “Torà”, sus largos “peiots” caían tras la frente repitiendo dos chorros rojizos de seda brillante. Jugaba el muchacho con ellos. Lo miró curioso, ese anciano parecía recortado de una vieja fotografía. Preguntó por su amigo. Sorpresa en los ojos verdes del chico. Un hombre mayor se acerca al grupo y pregunta nuevamente.

            ¡Saúl Kats...! Inquieto el viejo le observa. “Murió hace cinco años. Sus sobrinos vinieron de lejos, vendieron todo, derrumbaron la vivienda, el negocio. ¡No quedó nada, nada, nadie! Ahora construyeron ese edificio”. Dio un grito apagado. Su corazón parecía escapar del cuerpo que derribado interiormente tremolaba.

Salió caminando rápido sin rumbo fijo. Murmuró unas palabras ininteligibles para el joven. Tomó una vereda cualquiera, equivocada, jamás llegaría a su casa de regreso. Escapar, eso es, escapar de esa locura. No comprendía. –“Si tomamos el té con cuatro cucharadas de azúcar, en el viejo bar. En la misma mesa de siempre, él, me acercó la silla, abrió la puerta de vidrio y espejo. Pensó en el espejo..., ¿ se había reflejado? Recordamos los tiempos donde no teníamos  nada. Ni té, ni pan, ni azúcar, ni esperanzas. No percibía la verdad, ahora. ¡Saúl Kats muerto?”- Siguió hasta Pueyrredón o ¿era Medrano? Llegó a las vías. –“Hablamos horas en el café, había poca gente, es cierto. ¿Había gente? No. Estábamos solos. Si habían saludado a algunos conocidos. A León, Marcos, ah, Sara Brosnik. ¡Sara Brosnik...tan joven? ¡No puede ser! ¡Todo esto no ha ocurrido!”-

Caminaba solitario por el terraplén, comenzó a pensar en su vida. Subió distraído al andén que olía a aceite agrio y metales oxidados. Evitó la escalera eléctrica. –“¡Estas cosas modernas ya no son para mi, hombre, tanto sufrimiento!”- Sube a un tren. De pronto está en estación La Lucila. ¿Está, acaso, perdido? Baja del coche y sale a la calle y lo abrazan los hombres indiferentes con su mirada curiosa y despectiva.

Miró el número 7 de la casa en la calle Guido. Era allí. Tocó el timbre. Recordaba ese antiguo pórtico sólido que se incrustaba en su memoria juvenil. Un hombre alto y elegante, envuelto en una bata de seda bordó, abrió la puerta. No era Saúl. Pero el rostro era igual. Tal vez, su hermano había viajado desde lejos, era un mellizo, un gemelo. ¡Saúl su amigo perdido!

El hombre lo saludaba con vehemencia. Lo abrazaba afectivo. Le hablaba. ¡Mi querido Samuel...te estaba esperando! Dio un paso atrás, inventó una excusa, salió corriendo hacia la estación del metro. La multitud lo apuraba. Lo empujaba. Él, parecía detenido en el tiempo, no sabía por qué. -“¡Qué está pasando? ¿Quién era ese hombre de la calle Guido que me estaba esperando? Saúl Kats está muerto...¿muerto?”-

 

Vocabulario:

Mezuzá: objeto religioso de la ortodoxia Hebrea, que se coloca en la puerta. Contiene un trozo de la Sagrada Torá.

Torá: Libro de Las Sagradas Escrituras. Biblia o palabras de la revelación a los profetas. En la Sinagoga son rollos escritos en hebreo.

Peiots: largos mechones de cabello que se enroscan en las orejas. No se corta ese cabello desde el nacimiento.

Quipá o kipá: sombrero que usan los judíos para identificarse como tal y para ingresar en los templos o sinagogas.

EL VENDEDOR DE LA “CARRETELA

  

       Era un hombre tan delgado que seguramente remedaba a Mahatma Gandhi. Su llamado de atención parecía una canción lejana. El viejo caballo atravesaba la calle San Martín de punta a punta y todas las calles aledañas con el sonsonete: “Turco vende todo, kohol, jabones perfumados, perfumes orientales y puntillas”. Salían las mujeres a comprar a la calle con apuro. Las patronas mandaban a sus mucamitas corriendo a comprar chucherías, para solucionar algún olvido. Siempre olía a perfume barato; “Mi clavel” era el preferido y engominaba los bigotes dándole una imagen “diabólica”. Con su cháchara enamoraba jovencitas inexpertas. Recuerdo la vieja carretela con la capota de hule negro cargada de puntillas y canastas con productos de perfumería. Un día descendió  sobre la calle Barcala, junto a un portón frente a casa. Allí lo vi entero, parado y sonriente. Llamó, y al salir la “Paca”, mi vecina, que tenía veinte años, entró el vendedor en la vieja vivienda de adobe, dejando su caballo manso atado a un árbol.

Un día ví a la Paca, salir vestida de novia, con un velo blanco cubriéndole la cara. Subió a la  carretela y se perdieron por la senda empedrada Pensé mucho y descubrí, que el amor tiene recovecos, que yo, que cumplía 12 años en pocos días, no entendía. ¿Acaso la Paca, podía querer a ese hombre como en las novelas de la radio? El “Turco”, debía, a mi entender,  cargar varios años más que la novia. ¿Cincuenta años tal vez tenía? ¡Si podía ser el padre de la novia! Era tan feo… y áspero. Hoy a la distancia pienso que no era tan mayor, pero igual era mayor que mi vecina. ¡Mucho mayor que ella por supuesto! Nadie la volvió a ver. Las malas lenguas del vecindario comentan que la Rosa, su madrastra la vendió y que el esposo, el “Turco de la carretela”, la llevó a vivir el un lugar, lejos, muy lejos, donde las mujeres van todas cubiertas de velos negros.  La Rosa, después del casamiento de la Paca, se compró una casa con patio y jardín en las afueras. Sus hijas se casaron con hombres de dinero y viven como reinas. ¡Pobre Paca, siempre la recuerdo con sus ojos llenos de lágrimas salir vestida con su traje de novia prestado! ¡Eso lo supe después, porque nunca se lo devolvieron a la Jesusa! ¿Me preguntó si será feliz? Pero en los días de zonda me parece que entre el aire caliente que levanta el polvo de la calle en arabescos, veo el caballo arrastrando los canastos con perfume barato, a “Mi Clavel” y escucho la voz nasal del hombre tratando de vender sus puntillas.

 

 

LA MARÍA COCINERA IMPERDIBLE

  

             La María sacaba a todos de la cocina a palmadas. Ella era la reina y su patrón, el doctor, la mimaba más que a su hermosa mujer.

 Era gorda la cocinera, morena de cabellos atados en un enorme moño de áspero pelo negro y sus caderas, se balanceaban con ritmo afroamericano. De sus marmitas salían unos sabores exquisitos y los niños gozaban de salud eterna. Crecieron como sólo ella, podía hacer crecer a quienes se prendían a sus milanesas, a su puchero o a su pasta con queso.

       Todas las tardes salían a comprar al mercado “La Pirámide” los alimentos frescos que María preparaba para esa familia que crecía a su sombra. Tenía más poder que todos los adultos de la casa. Un día se plantó frente al patrón y le comunicó que iba a tener un hijo. La joven señora de la casa, escandalizada por lo inapropiado del ejemplo para sus hijas, le propuso al marido despedir a la “cocinera”. La triste confusión de la señora Elvira, fue mayúscula, cuando el marido prefirió a la empleada. ¡Nadie cocina como María, ella se queda!

       Así fue aumentando la panza y el descontento de la patrona. Un día le preguntó ¿quién era el padre de ese niño? A lo que María le dijo no saber bien, ya que el amor no tenía nombre ni apellido, para ella. La joven patrona se desmayó y el esposo, ofuscado le discutió por lo inoportuno de su pregunta. Enojada la señora de la casa se encerró y no habló por varios días con nadie alegando terribles dolores de cabeza, hasta que por las inquietas necesidades de los chicos, siete en total, tuvo que salir y enfrentar la realidad. La cocinera ya estaba a término y ella que no sabía cocinar, se sintió acorralada. Así nació el pequeño Lorenzo, Lolo para todos los de la casa que lo “adoptaron” como hermano. Nunca se supo quien era el padre del Lolo, pero María siguió siendo la “reina de la cocina”.

 

PORQUE DUELE LA GUERRA

 

PAZ.

Escombros en las trincheras de calles sin salida

Hay  niños que se arrastran entre el lodo y la carroña

 

Vestigios de alaridos con hilachas al viento el sonido de esquirlas en los altos espectros

edificios confusos hostigando el silencio        nadie cansa las calles

 

Un rumor de gargantas que zozobran su duelo

son mujeres perdidas con el hambre en los senos

son pequeños espectros con costillas heridas

 

Nadie arrulla en las plazas            descampados desiertos

ya extinguidas palomas escaparon en vuelo

y una sola metralla convirtiendo los huecos en cestillos

de cieno pernocta en los lagares de plomo y humo negro.

 

Nada queda de la tierra que frutecía perfumes celestiales

yertos campos sedientos de arados y simientes escupen huesos pútridos de antiguos labradores

escondrijos               escombros            esqueletos de árboles

un cielo que pernocta con espectros sin nombre

entre los pastizales se entreabre una rosa cuajada de rocío

llora           un pájaro llora           un solitario pájaro       un cuervo

un niño dormido  solloza entre los brazos sedientos de la muerte.

 

 

 

 

La guerra entrometida separa las pitanzas

ha ganado en los cofres de  avarientos señores

la guerra   la señora que engorda  con sus mitos

la guerra que ha dejado sofocado a los duendes           también a los demonios

Nada queda   es la noche  otra noche hambrienta de pecados

ha caído una campana  que anunciaba  a Gloria

Nada queda             en las ventanas         se rompen los cristales como gotas de agua

se caen    se caen  sobre la tierra yerma

mañana, si vuela una semilla y penetra la tierra

florecerán los prados   emergerá algún árbol solitario

y cantarán los pájaros    otra vez cantarán

y los niños             y         las mujeres ...

jueves, 24 de febrero de 2022

HERMANAS

 

            Cuando el ferrocarril, dejó a la joven embarazada en el andén, el abuelo la estaba esperando con una pobre calesa vieja. Escondida por su preñez, Lisia no dijo nada. Al mes, un mal parto le quitó la vida. El anciano no quiso llamar un médico y la pobre mujer que ayudó en la parición, no logró sacarla adelante. Las niñas quedaron sin madre y con un padre desconocido.

            Adela y Marina nacieron sanas. Hermanas mellizas, no gemelas. Una morena, la otra pelirroja. Una dulce de carácter y la otra obsesiva e insidiosa.

            Crecieron discutiendo cada pequeña participación escolar o familiar. Se hicieron mujeres y al verlas así, nadie se acercaba buscando amistad o amor. Sólo las unía el amor de su abuelo, anciano sereno pero extremadamente avaro. Ellas perdieron a sus padres siendo pequeñas y las cuidó, pero con muchas carencias. Eso hizo que fueran perdiendo el brillo de la juventud y olvidaran la risa. Cada una tenía una tarea para realizar. El anciano, envejecía y siempre en la noche, se escondía en su pequeño taller de relojería. Era pulcro y meticuloso con ese arte de armar relojes manualmente. Sus pequeñas herramientas parecían de juguete.

            Una mañana, luego de otra discusión muy fuerte, no escucharon la queja del viejo. Vieron luz bajo la puerta del taller. Asustadas, no se dieron ánimo para entrar. Se empujaban con palabras de aliento y promesas.

            Llamaron a un vecino que la rompió y encontró al hombre helado y sin el color de los vivos. Lloraron un para de días. Lo llevaron junto a su abuela y a sus padres.

            Un tiempo de serenidad, sin discusiones, unió a las mellizas, pero… cuando comenzaron el aseo del taller, algo les atrajo el espíritu inquieto. La mesita que servía de escritorio y espacio donde tenía sus elementos de trabajo, pesaba demasiado.

            Buscaron en sendos cajones, rebuscaron debajo de la tapa, pero sorpresivamente, Adela descubrió que en las anchas patas del mismo, había un sin fin de monedas. Eran de oro.

            Marina vociferó, quería todo para sobrevivir a esa mala vida que les obligó el relojero. ¡Su abuelo era tan avaro como ella! La pelea fue terrible. Empujó a su hermana y ésta, cayó sobre un borde de metal golpeándose tan fuerte que murió casi al instante.

            La amargada muchacha, cosió en la capa invernal de su abuelo, cada una de las monedas de oro y decidió huir. Iba por el camino arrastrando el borde, así se fueron cayendo los círculos dorados como  si una lluvia se deslizara por la calle. A medida que caminaba y caminaba, una larga alfombra de oro se pegaba en el barro bajo la lluvia.

            Dicen que cada año, para la época de marzo, aparece la capa de harapos dejando una estela de monedas de oro, que el pueblo entero, espera para recoger. 

 

 

 

EL MILAGRO


                            “Recuerda la hora más oscura es la que precede a la aurora” Shakti Gawain

                                                                                                       

            Hilarión Domínguez era hijo de un maquinista de ferrocarril. Aquél, que ya no pasa más por las vías remotas del terruño. Su padre, Don Gervasio, pertenecía orgulloso a la “Fraternidad”, sindicato fuerte en los cuarenta. Él, heredó la tarea y era un apasionado de los rieles. Conocía cada locomotora como a su conciencia. Despertaba a las tres de la madrugada para acicalarse y luego de tomar unos mates silenciosos, preparaba una caja metálica con lo que podía llegar a necesitar. Su viaje era a un pueblo del secano “puntano” para dejar agua potable, leña y alguna mercadería que le encargaban algunos paisanos.

            Iba en el día y regresaba siempre a la hora exacta. Así era el ferrocarril en esa bendita época. Cuando pasaba por la antigua “Corocortas”, salían a saludarlo con las “chupallas” los pocos habitantes que andaban por ahí. Llegaba a esa hora incierta entre la noche y la madrugada, sin luna o con luna, siempre parecía un lugar oscuro. Él, no tenía temor, dos días de descanso y otro viaje, siempre igual. Rutinario pero hermoso. A veces veía correr las liebres por las vías calientes y aceitadas por el gasoil o el alquitrán del vagón de YPF. Otras, un zorro con hembra y crías, tal vez un “choique” y cientos de animalitos que pasaba bajo su mirada atenta. Su atención al trabajo era real. No podía darse el lujo de perder un convoy ni un tanque…, luego pegaba la vista al frente para reconocer algún paisano que le hacía señas con el pañuelo para saludarlo o gritarle un encargo.

            Fue un día nublado y que denunciaba lluvia, raro en esa época y lugar, pero a lo lejos, vio un punto negro entre las vías. Negro, muy negro. De cuarenta kilómetros por hora que era su movimiento fue bajando por las dudas a treinta, a veinte… pero allí se agrandaba la manchita. Tocó el silbato de la máquina. Retuvo la mano en el freno, pero el aceite y alquitrán no le dejaban parar el tren. Vio unos jornaleros que agitaban sombreros y mujeres apostadas en las hileras de alambres de los campos que se agarraban la cabeza.

            Hilarión pensó que había un “choco” dormido ahí, entre sus rieles. No, no alcanzaba a distinguir qué era eso. Su ayudante tomó el manijón de la máquina, del freno. Hilarión sudaba y miró al cielo, pidiendo a Dios y la Santita de los Caminos que lo ayudaran. Descendió del estribo y se quedó helado. Un niño ennegrecido por el alquitrán, el aceite y la tierra reptaba entre las vías. Seguro el tren le pasaría por encima.

            ¡Ruego a Dios nuestro Señor que salga y se aleje…! y vio con sorpresa que el niño se prendía del hongo metálico del cambio de riel y salía. Los lugareños estaban estáticos. A él, se le escapó un insulto.

¿Cómo puede ser que naides se atrevió a cruzar y sacarlo, tuvo que ser “Tata Dios” el que me hiciera el milagro?

            Vio una madre deshecha en llanto. Y un padre que alejaba cabizbajo; pero ahí supo que Dios lo había escuchado. Hizo una promesa… colocó en ese lugar una Cruz Blanca con una estatuilla del Sagrado Corazón y cuando pasaba le tocaba el silbato como saludo.

            Todavía cuando pasan los paisanos le saludan al crucifijo con respeto.

 

EL MIEDO

  

                               EL MIEDO ES LO ÚNICO QUE SE COMPARTE CON MAYOR PREMURA.

 

            La casa estaba construida fuera de la ciudad. Era confortable y cálida. Sus gruesas paredes de ladrillos cocidos, eran el aval para esa zona de frecuentes tormentas y sismos. Rodeada de un enorme parque estaba medio oculta de las miradas de los que transitaban por la carretera cercana. Sin embargo Luisina, buscaba la forma de que la casa no pasara desapercibida. Pintó el exterior de color turquesa, con ventanas y puertas blancas, recordando el palacio de Rusia, desde donde habían emigrado sus abuelos.

            No puso nada dorado, porque le daba idea de ser muy poco humilde y muy mediocre. Los balcones llenos de tiestos con geranios y rosas de colores en gama de rosas fuertes hasta rojo oscuro. Era un lujo que se proporcionaba cuando le dieron la noticia que había heredado la casa. Sus hermanos, algo celosos habían heredado los campos y los negocios, de los que ella solo tenía un pequeño porcentaje de ganancia.

            Luisina era la única hija mujer. Sus padres habían buscado después de siete varones a la niña y ésta llegó a tiempo para ser la muñeca del hogar. No obstante, por la educación estricta de sus progenitores, no creció caprichosa e intolerante como se podría imaginar en un caso como ese.

            Su hermano Alexis, era el que le imponía las leyes a cumplir: horarios de estudio, de paseos, de tareas hogareñas y hasta de lectura. Eso hasta que cumplió los doce años, cuando el padre la internó en un colegio de cultura ucraniana. La regente era una dama austera de pocas palabras y mirada fría. Se llamaba Lina. Pronto descubrió que era una mujer fuerte pero dulce y paciente. Había sufrido mucho por lo que se acercaba a las jóvenes con seguridad y siempre tratando de ayudarlas a superar las ausencias.

            Luisina al comenzar el período de tareas, lloró en las noches recordando el cariño de su madre. Luego se fue acomodando a las expectativas de la institución. Cuando tenía quince años, su madre enfermó y la buscaron desde la hacienda para el acompañamiento fúnebre. Sus lágrimas parecían gemas en sus mejillas rojas por el dolor y furia. La dejaron en un panteón de mármol negro como el luto que llevó dos años por fuera y para siempre en su corazón.

            Sus hermanos se fueron casando y un par de niños, llenaron la hacienda en las diferentes casas que construyó cada uno para sus familias. A los veinte regresó al hogar con su padre, que advirtió había caído en el alcohol. Botellas de vodka se estrellaban ruidosas en los pisos de piedra y él, dormía en el viejo sillón destartalado del escritorio noches interminables. A veces heladas y a veces calurosas, las noches se alargaban por el miasma de un cuerpo inerte y sucio,; imposibilitado de aceptar la vida.

            Pior Alexandrev Stragovky murió. Y Luisina quedó sola en la casa que tuvo que rehacer. El abandono era total y el trabajo enorme. Pero en pocos meses consiguió poner todo en su lugar y pintó cada habitación con colores suaves y alegres, porque la vida la esperaba con sus primaveras novedosas.

            Pasó un año y otro y otro. Ella comenzó a dar lecciones de piano y literatura. Solía hablar con su muy querida Lina, quien aconsejaba en los problemas que ella no sabía resolver. Pero ya anciana, una mañana quedó en su lecho para siempre y perdió a su segunda madre.

            Una noche comenzó a escuchar un ruido en la campiña lejana. Eran estallidos y estruendos que movían la tierra. Corrió a los ventanales y vio luces y fogonazos. Cerró las celosías. Apretujó los cortinados y atrancó puertas y ventanas. Se encerró en la zona más austera de la casa. La cocina. Allí, tenía un pequeño escondite desde niña.

            Los proyectiles y cañonazos cada vez más cerca, vibrando con fuerza la estructura de la casa. Sintió golpes en la puerta de atrás. Miró por una hendija y vio el rostro demacrado de su hermano Ivan. Le abrió con dificultad, ingresó con un aspecto de terror, que le deformaba su hermoso rostro aun joven. La abrazó y le pidió que fuera a su casa con su familia. No quería perderla. La besó en la frente y abrazó con cariño.

            Luisina tuvo miedo. Ese que penetra como un fuego desbordante al cuerpo y deja el estómago como piedra. Su hermano estaba aterrado. Había una extraña revolución y avanzaban con bombas y cañones por los campos quemando todo a su paso. Ella, apenas tomó un atado de ropa imprescindible y calzado, la capa y algo de dinero y las joyas de su madre, y corrieron campo traviesa por una hora. Al acercarse a la casa de Ivan, ya estaba en llamas. Su familia agazapada en el plantío de nogales. Corrieron más, escondiéndose de las hordas furiosas… el miedo los atrapó como una serpiente ponzoñosa que apretaba y apretaba las gargantas. Los niños aterrados, las mujeres horrorizadas. Huir, era lo único que podían hacer.

            Desde lejos como una antorcha ígnea, la hermosa casa otrora turquesa se iba deshaciendo como un castillo de arena. Sólo tenían el miedo como compañero.

PAZ EN LA TIERRA, por UCRANIA

 


Suenan las trompetas y tambores

arde en el desierto un fuego abrasador

cunde en las calles una ola de esperanza

hoy, ha desplazado la vida una fragancia de amor.

Los jóvenes se arriman a los portales con versos y cánticos

las banderas de colores de arco iris se mezclan con pancartas seculares;

llevan en cada mano una flor silvestre arrancada de un jardín inhabitado,

 van dejando sus armas sobre la tierra alzando la mirada hacia el sol.

 

No se escuchan los truenos de armas que herrumbradas mueren

dejadas en los escombros del horror.

No corren por las calles pies desnudos de los niños sin ojos y con piel

quemadas por el fuego que otrora se esparcía

junto a los gritos desgarrados de dolor.

Hoy la Paz nos conmueve y se vislumbra tenue

leve amanecer de la conciencia

del amor.

Mendoza, Argentina.

Graciela Elda Vespa Schweizer

2020

lunes, 21 de febrero de 2022

LA FAMILIA DE JOHANNS

 

La niebla lamía sus pisadas de botines viejos, heredados. Su padre, regresaba del obraje con las manos secas y el corazón alegre. El perfume de la olla se percibía desde el contrafrente de la casona. Era un día de fiesta. Era su día. Una noche llena de luz y esperanza escrita en la frente de su hija. Luna llena. Fragancia de albahaca y estofado de gallina.

Ingrid esperaba sentada en una silla frente al fuego. Esa mañana había regresado Erna de la casa grande con ropa usada pero limpia. Feliz de traer una gallina, pan de trigo y patatas. La muchacha encontró a sus hermanos como los había imaginado. Altos, desgarbados y rústicos. ¡Pero tan buenos como cuando eran chicos!

Ellos, cuidaban y ordeñaban a “Mimí”, la vaca con su nuevo ternero. Segaban el centeno y cosechaban los frutos de manzanos y perales. Otto, tenía una conejera con hermosos gazapos blancos. Y Kurt cuidaba las gallinas y el cerdo, que engordaba con esmero. Érica, la pequeña, hilaba como su madre lana de las ovejas del patrón de la casa grande.

Eran felices. Se sentaban junto a la mesa a cantar después de la cena. Hasta que el viejo reloj del templo llamaba a la oración de la noche. Se contaban historias y leyendas. Luego cada uno a su lecho, para despertar al alba.

Todo era silencio entonces hasta el canto de los gallos. El salto era de enérgico despliegue, cada uno a su tarea. ¡Pero vino la guerra!

Los muchachos debieron marchar, las mujeres redoblaron el trabajo hasta la requisa del gobierno, que se llevó chancho, conejos y pollos. Escondieron la harina y la cerveza casera que fabricaba Johanns. Se llevaron la mula y al patrón las ovejas. Hubo que destejer y retejer las medias, los chalecos y las mantas.

El carbón y la leña no alcanzaban. El frío comenzó a invadir la casa y huyeron hasta los pájaros de los pinares. Entonces, las muchachas usaban los botines heredados, remendados por las hábiles manos de la madre.

Siempre esperando al padre y los muchachos. Tardaron varios meses, muchos. Algunos regresaron. Y volvieron a calentar la casa con lo que quedaba de sillas, cajones y muebles de la casa. Ingrid, se ingenió para llenar las ollas con exquisitos aromas que buscaba en el bosque. Regresó Johanns con las manos llenas de medallas de honor. Sus valientes hijos, no regresaron ese invierno. Otto, vino abrazando a un soldado herido y a su hermano sin piernas. Igual, se sentaron junto a la mesa y cantaron hasta que el silencio los doblegó en cansancio. Ya el reloj del templo estaba callado. Y el patrón no venía. Erna buscó a la esposa, que enferma y triste, estaba sola en la enorme vivienda.

La dama, solitaria lloraba y sonreía, alternativamente. Pero estaba muda. No comía. Erna le daba pequeños bocados. Bebía algo de cerveza casera y miraba asombrada a esas mujeres y hombres valientes que la cuidaban como a un niño. Érica, le sobaba las manos para calentarlas y los pies para que cobraran un color vivo.

El amor de esa gente le devolvió la vida. Una mañana cuando el sol asomaba, apareció el patrón y se abrazó a Johanns. Había perdido todo. Había recobrado todo. Esa familia tenía un tesoro increíble. Esperanza y amor verdadero.

RENCOR


Con cuchillos, con navajas

te espero.

Con un puñado de claveles y estrellas

arrancaré la sonrisa de mi puerta

si regresas.

Si regresas. Clavaré una flor

en la órbita azul de tu silencio.

Rodearé la cintura de los muros.

Rasparé la pared con mis uñas y mi lengua.

Así, sabrás que no estoy dispuesta a tu regreso.

Que mi espalda se niega a soportar la nube de coral

Y es de ámbar la mirada que se pierde en mi hombro,

si te miro.

 

 

UNA FRUTA FRESCA

 

                Cuándo quedará mi cálida luna acumulada en mi cintura, poblada de fantasmas que blanquean al tras luz el bosque, allí donde pacen los unicornios y las gacelas. Anónimo.

 

         Dormía Azedime sobre la alfombra que su abuela había tejido antes de partir. El sol se ocultaba y sus pies llagados, ya no sentían el dolor de los primeros días. Habían bombardeado desde hacía muchos días, toda la región y los edificios estaban en ruinas. Por doquier se veían restos de autos, ambulancias y camiones destruidos.

            Los niños no tenían escuela y para sobrevivir recogían plásticos y metales para vender a un recuperador y por lo que le pagaban algún dinero.

Con lo que ayudaban a comprar algo de alimentos y medicinas.

            Jazed, su tío y su hermano Yeppek cayeron bajo las balas de un francotirador. Quedaban sus hermanas Aminne y Yazmín, y su madre, que lidiaba con el asma. Azedime soportaba el hambre y la sed en su tarea, para encontrar algunas monedas. Algunos días se juntaba con seis o siete chicos de su edad para jugar a la pelota en algún escondrijo de la desvencijada población arrasada. Pero hasta eso le estaba vedado. Al ponerse el sol, sin electricidad, se congregaban en los sitios más seguros con su familia.

            Desde lejos se veían los fogonazos de los proyectiles que debatían en Alepo u otra aldea cercana. El mar estaba contaminado de minas, igual que la playa. Ya había visto a varios muchachos y pescadores volar por el aire como un barrilete al viento y caer con pequeños trozos de cuerpo en la arena. Paradoja que muchas veces al caer, explotaba otra mina.

            ¿Madre qué significa la Paz? ¿Madre podré algún día ser médico? Y una lágrima desdibujaba el rostro demudado de la mamita amorosa, que no tenía palabras y caía en un espasmo asmático. Azedime nunca más preguntó. Su corazón le decía que su madre podía morir y él, era muy pequeño para hacerse cargo de sus hermanas. El coexistir con la muerte, lo había hecho crecer de golpe. Pero no en fuerza física ni en tamaño. Era un niño.

            En el vertedero encontró un libro. Lo levantó, lo limpió y vio bellas láminas que estaban dibujadas. No eran comunes a los pocos libros que él, conocía. Hablaba de “unicornios” y gacelas, de un bosque lleno de pinos del Líbano, con frutos y agua que corría por el campo en arroyos, y, sentado entre la basura, se propuso arreglarlo y llevarlo a sus hermanas.

            Esa tarde el sol se despidió con lentitud en el horizonte. Caminó feliz con las monedas y el libro bajo el brazo. Cuando pasó por la calle Al Ferriak, compró una fruta. ¡Era el día! Un día especial en el que él, llevaba algo más que dinero, llevaba un sueño en papel.

            Entró en el espacio donde estaban sus pocas pertenencias y su familia. Sonriendo le mostró a su madre lo conquistado. Su madre se tapó el rostro con el velo. Se echó hacia atrás y comenzó a sofocarse. ¡Claro ese libro no era de los permitidos por su religión! Pero Azedime no lo sabía, comieron en silencio la fruta que supo a gloria.

            Las cabecitas de las niñas apiñadas miraban los dibujos y abrían grandes los ojos como estrellas fugaces. La madre no quiso decirles nada, en su corazón sabía que en cualquier momento una bala o misil enemigo de su pueblo volaría el refugio y que sus niñas nunca tendrían ensanchada la cintura con un bebé para amar.

            Se quedaron dormidas. Un estruendo despertó a Azedime. Entre los escombros su hermana menor, Yazmín abrazaba el resto del libro que encontró en el sumidero. El cuerpo de su madre cubría lo que quedaba de Aminne. Cuando trató de separarlas de la mano pequeña sacó las semillas de una fruta dulce que compró ayer para ellas. Salió despacio y las aventó en el viento. Tal vez algún día llegara la Paz y creciera un árbol que diera fruta para todos.

 

 

 

EL PESCADOR

 

Una cárcel de espinas incrustadas en la memoria de un muchacho que tiene que pescar.

La tarde calurosa amenazada una noche plagada de estrella. Él, se sentó sobre la madera húmeda y caliente. Sacó una pipa y prendió un perfumado sabor de chocolate. Su tabaco amigo de la soledad. Miró tras sus pupilas nubladas  por la luna y suspiró cansado. Terminaba un día y el mar calmo no llenó el vientre hambreado de  su barca. Poca pesca. No había viento y el poco que rondaba su bote, no permitía que se alejaran de la costa donde seguro se apretujaban los peces.

Un olor penetrante de sal y pescado hería a los hombres silenciosos en sus bancas. El sol se escondía con esfuerzo tras la pequeña colina en occidente, dejando el cielo con un color de sangre seca. De muerte antigua. Un pescador comenzó a canturrear un triste sonido. Otro tomó un sonido de belleza inexplicable en esa rústica vida de sudor y fuerza.

El muchacho se acomodó. Cerró los ojos y dejo vagar la mente en los recuerdos. Laberintos de historias avidas que  regresaban como pájaros.

Recordó a su abuelo que le enseñó los juegos de la infancia, recordó la brava tormenta que se tragó con furia el barco de su padre.

Cerró los ojos y aspiró profundamente la sabrosa pipa. ¡Una mujer! Pensó en la muchacha de sus sueños. Era altiva la tonta, lo miraba de lejos como para que no se atreviera a buscarla. Pero siempre pasaba cerca del muelle con la pollera de color mostaza y flores rojas. Revoloteaba el cabello sobre su espalda como alas de gaviotas en danza de apareo.

Una nube comenzó a avanzar sobre el mar y se puso oscuro y sombrío. Sopló un viento enérgico que atormento el madero, tuvo que bajar las velas y remar brioso. El agua le mojaba el rostro. A lo lejos la vio con una lámpara encendida. Era ella que lo guiaba a la costa. Las olas lo tapaban. Siguió peleando. Ella lo estaba esperando, no podía fallarle.

 

NADELIA, EN APUROS


Nació en una familia de clase media. Padre médico, anarquista. Su madre, socióloga, culta y refinada, seguía a su “hombre” con afán irrestricto. No querían hijos. Un extraño juego del destino hizo que en unas vacaciones engendraran un ser humano. Los llenó de temor y angustia. Ellos sentían pánico de perder la libertad. Abrumados pensaron en matarla o dejarla en la puerta de cualquier edificio. No tuvieron valor, eran muy cobardes.

Celosos de su autoestima y desarrollo personal sólo pensaban en cuánto les costaría cuidar ese ser,  con su pseudo mamá.

Sólo le faltó un padre y una madre. Ni bella ni fea, la pequeña se crió con ideas extrañas a la de sus progenitores. Se transformó en Testigo de Jehová y salió casa por casa a mostrar la palabra. Un día golpeó en una casa bellísima, enorme y lujosa. Salió un hombre envejecido por el sol que lamía cada semana en su embarcación lujosa y tras él, salió una mujer embellecida con un sinfín de operaciones de rejuvenecimiento. La miraron extrañados y casi le golpean la cara de un portazo; pero los detuvo una medalla que llevaba sobre el estricto suéter negro. ¡Nadelia! Hija.

La joven salió corriendo y tras ella la pareja que intentaba atraparla para hablar. Ganó la muchacha.

Se refugió en la pequeña casa donde su “madre” la abrazó con ternura y dijo: Unos locos gritaban que eran mis padres. Si tú  me encontraste en un basurero, Si eres mi ángel custodio. Si… ¡me amas?   

EL HERMANO

 

“Sobre el vidrio de la ventana cada mañana aparecían las huellas grasientas  de unos dedos. La hermana del muerto, mirándolo allí, en la cuneta dijo: - No tuviste, hermano, ni tan siquiera una limpia muerte- y se secó el sudor con el delantal de la cocina, que hacía tiempo usaba.

Eloisa caminó unos pasos en el callejón ahora poblado de curiosos. Esa noche, el “Pardo Ortega” lo vino a buscar para ir al boliche. Fue. Lástima de destino, porque el Lucho era un tipo simple, callado y trabajador. Muy sombrío, si, por ser analfabeto. Pero un hombre bueno. Todos por ahí lo querían.

La muchacha, que lo crió desde chico, sabía que era incapaz d pelear a cuchillo, como decían los mirones.

Esa mañana ella miró la ventana y no había huellas de dedos grasientos en el vidrio. ¿Quién era ese fantasma infernal que se había evaporado entre los olivos?

Vino el Oliverio y le puso en la mano un fajo de billetes. No los necesitaba. Ella y su hermano eran cosechadores y concientes de que no tenían que tirar la vida en chucherías. Pero el hombre insistió tanto que guardó en el bolsillo del delantal el fajo. Cuando pudiera se lo regresaría.

La gente de bien y de palabra no se queda con dinero ajeno. Para eso vendía unos cerdos o una vaca.

Lloró. Sola en el mundo ahora, buscaría la forma de irse a la ciudad y emplearse de mucama en cualquier casa que encontrara. Luego vendería la finca del abuelo gringo. Y entonces, conoció al inspector que vino a cargarle la culpa de lo de su hermano. Le fue creciendo una rabia enorme. El Lucho no se merecía que pensaran que ellos eran malos.

El tipo la miró con lascivia, pero astuta como buena campesina, le dio la espalda. Llamó al Oliverio y le pidió que presenciara el interrogatorio. El hombre preguntaba si tenían deudas de juegos o de trampas con las ventas de los olivares. Muda, miró de frente a los ojos oscuros y morunos del inspector. Afrenta a mi hermano difunto y a mí, le dijo. Somos gente de bien.

Pasaron los días y otra vez aparecieron los dedos grasientos en la ventana de la cocina. ¿Un fantasma o un ánima?

La madrina del Lucho vino con una noticia: ¡Sabés Eloisa, que el Lucho tiene un hijo? Ayer lo conocí en la parada del micro que va para Paredita. Es de la Mireya, la gorda pintada que se metió en el catre a tu difunto hermano. Para mí que fue ella.

No, yo lo sabría. El Lucho no me escondía nada.

martes, 15 de febrero de 2022

ESTELA

  

            Mi familia solía tener ayudantes de hogar en épocas que las mujeres tenían niños pequeños y el dueño de casa podía darle ese mimo a su esposa.

            Fueron varias las que pasaron por mi casa pero dos me quedaron muy presentes en la memoria por lo implicadas que estuvieron en nuestra historia familiar. De pequeña vino a servir una muchacha muy bonita de nombre Estela. Era muy blanca de tez, piel sonrosada, cabellos claros y largos, que armaba en trenzas y rodeaba su cabeza como una corona. Limpia y callada, serena y útil, siempre bien dispuesta a ayudarnos en todo, incluso en los juegos y tareas escolares de los primeros años.

            El viernes salía muy bonita vestida con un solero de color celeste y zapatillas blancas. Iba a la casa de sus padres donde vivían sus hermanos. Creo que quedaba hacia  el este de la provincia. Hasta cierto tiempo había trabajado la tierra, pero sus padres la hicieron salir de esa casa por algún motivo importante y que mucho después supimos el porqué. Pasaron muchos meses y hasta le festejamos el cumpleaños con una torta que hizo mi hermana mayor. Entró en los veinte años con una alegría y sorpresa enorme.

            Mamá le decía que saliera con sus hermanos los fines de semana e hiciera una vida normal para una muchacha de su edad. Se quedaba callada y huía de la cocina o del estar sin contestar.

            Mamá, un día compró un producto de limpieza sin saber que era tóxico. Lo usó papá en su oficina para desinfectar las zonas donde había muchos mosquitos y aparecían algunos insectos indeseables, mamá lo usó en baños y cocina para el mismo menester. Estela lo uso para limpiar otros rincones o lugares donde solían aparecer cucarachas y arañas, ya que mi hermana le tenía terror a dichos arácnidos.

            Después de un fin de semana, cuando Estela regresó, la vimos que había llorado mucho. Tenía los ojos hinchados y la nariz amoratada. Un moretón en una mejilla y otro en un brazo. Mi madre le preguntó qué le había ocurrido. No dijo nada. Se metió en su habitación y luego de un para de horas salió sin hacer comentarios, cantando una canción muy bonita que se escuchaba en la radio. Todo quedó flotando en el aire.

            Una tarde, vino uno de los hermanos de Estela a buscarla. Cara de pocos amigos tenía el joven, pero Estela salió y pidió permiso para volver más tarde. Mamá se lo dio y se fue sacándose la ropa que usaba en casa y poniéndose una pollera negra y una blusa color roja. Regresó muy tarde. Mamá se sorprendió al verla entrar; traía rota la blusa y el pelo enmarañado como si hubiera participado de una riña callejera. No dijo nada, saludó dando las buenas noches y se encerró en su habitación.

            Al día siguiente cuando la llamaba mamá para desayunar, no respondía, preocupada, le pidió a mi hermana que tenía quince años que se acercara a su habitación y le preguntara si se sentía enferma. Cuando Beatriz golpeó la puerta, sintió un ronquido extraño y abrió…Estela estaba caída en el piso con un espasmo de dolor y había vomitado algo blancuzco. Corriendo y a los gritos, llamó a papá. Él, vino con urgencia y notó que junto a la joven había un vaso con un líquido blanco. Atrás de la cama estaba el envase del producto de limpieza que usaban para los insectos y descubrió que  era venenoso. Salió corriendo, llamó por teléfono a la ambulancia y a la policía. En pocos minutos mi casa era un loquero. Policías y profesionales de la asistencia pública dándole leche, vomitivos y una vez en la camilla la llevaron al hospital. Mamá se vistió como pudo y la acompañó como si fuera una de nosotros, su hija.

            Papá tuvo que quedar con los policías que no paraban de hacer preguntas y revisar toda la casa. ¡Era un desastre! Había que avisarle a la familia. Pero se encargaría el comisario. ¡Estela se había tratado de matar en nuestra casa!

            Todas las mañanas mamá acudía al hospital donde Estela agonizaba. Llorábamos todos en casa. ¡Era tan linda y buena! La policía comenzó a indagar y sus padres evitaban hablar. ¡Algo turbio había en esa casa! Uno de los hermanos, después de varios días se quebró y habló. El mayor era un rufián, maltrataba a la madre y a sus hermanos y a Estela la había tratado de hacer ingresar en el circuito de la prostitución. Al ser tan linda él, su hermano, se quedaba con todo el dinero que recogía de varias muchachas que tenía medio como esclavas y pretendía hacer lo mismo con Estela. Como ella no quería le daba enormes palizas y golpes.

            ¡Una mañana mamá volvió llorando. ¡Estela había fallecido! Su estómago no pudo ser curado del tóxico y con su deseo de morir, no había aceptado que la curaran.

            Nunca voy a olvidar a Estela, siempre miro el cielo en las noches y digo que ella debe vivir en alguno de esos hermosos planetas del firmamento.

VOLAR EN GLOBO POR CAPADOCIA

Turquía era un viaje que me había inspirado mi amiga antes de fallecer. ¡No dejes de conocer Turquía, me dijo, es un país de ensueño! Vendí mi auto y allá fui. No me arrepiento.

Estambul, tiene el sabor de la gran ciudad de miles de años e historia. La Mezquita Azul, que estaba en plena restauración, donde encontraban antiquísimas pinturas cristianas anteriores al apogeo Otomano, Santa Sofía que es ahora otra mezquita, y que tiene menos minaretes que la anterior nombrada. ¡Gloriosas!

La zona donde están los hoteles es muy cosmopolita; según nos explicaron, el país se estaba preparando de mil maneras para entrar en el Mercado Común Europeo, para lo cual había abierto su mente todo lo posible a la vida de Europa.

Conocimos el famoso “Mercado de las Especias”, donde se mezclaban tiendas de comestibles: arroz, pistachos, dátiles y mil sazones con joyerías donde el oro abarrotaba las vidrieras. Ropa, Carne de corderos que yacían colgados en ganchos, verduras de mil tipos y pescados de mar, todo en secciones interminables. Yo, que soy amiga de regalar quería comprar todo. No era caro y les encanta regatear. Hablaban muchos idiomas, pero me manejaba bien con el italiano. El único inconveniente eran los chóferes de taxis. A pesar de ser musulmanes, y que su ley sagrada les impide robar, nos hicieron trampa con los billetes de liras turcas. Hasta que me atreví con uno y amagué llamar a la policía. ¡Nunca más nos pasó! Deben haberse pasado la voz: ¡Hay tres argentinas que se avivaron!

Finalmente pasamos a la zona asiática de Turquía. ¡Una maravilla! Contratamos un guía que era erudito en historia, hablaba perfecto español y era muy simpático. Así, en autobús comenzamos a conocer ciudades y pueblos que están en los libros de historia y hasta en la literatura universal. Conocimos Izmir (Esmirna), Troya con un enorme Caballo de Madera que nos remonta a la Guerra de Troya (queda a varios kilómetros del mar), Éfeso (eso relato aparte) y llegamos a la capital, Ankara.

Éfeso es un lugar mágico. Tiene hasta los antiguos baños públicos donde mientras hacían sus menesteres, hacían negocios, tenían charlas políticas y sociales, armaban casamientos y debatían problemas familiares, todos sentaditos entre hombres y mujeres. El agua corría debajo de los asientos de mármol y ellos campantes como en el living de su hogar.

Fue en Éfeso donde conocí la “Casa de la Virgen María y san Juan el Evangelista” que fue encontrada por una Beata Alemana. Es una pequeñita construcción de piedra, con una entrada y una salida, sin mucho espacio. Han pintado una imagen de tipo Cristiano Ortodoxo en las piedras y hay un mínimo altar para orar. Hincada rezando, sentí un empujón y caí de lado al suelo de pedregullo. ¡No tengo explicación, nadie me empujó, lo juro! Afuera hay una enorme piscina de piedras y una pared desde donde mana agua para lavarse y beber, imagino que es súper bendita. Se pueden prender velas blancas en un sector u la gente prende telas de color o blancas en un muro junto a una súplica o un agradecimiento. Me faltaban manos para sacra fotos que atesoro con amor.

Yo no quería salir de ahí, pero había que seguir, en los viajes el tiempo es oro y como decía mi madre: “Hija son dólares”.

Llegamos a Capadocia. ¡Dios, que locura! Es una ciudad milenaria excavada en las piedras donde habitaban seres humanos desde no se sabe cuánto. Luego se llenó de cristianos. Estaban reducidos a esconderse para no ser muertos por los “gentiles”. Con hornos, bodegas, lagares, iglesias, dormitorios, pasadizos que se cerraban con enormes piedras redondas como ruedas de roca para que no ingresaran los extraños. Pero estaban comunicados en cientos de pasajes internos con salidas de aire y entrada de agua a cisternas. El viento ha tallado algunas columnas que rematan en conos que semejan sombreros de enanitos de cuentos. Y el cielo…poblado de globos aerostáticos de mil colores que muestran desde el cielo ese mundo de enigmas y secretos. Místicos espacios destinados a hacernos meditar en la vida actual.

Me quedé con enorme deseo de viajar en esos globos. No pude hacerlo y me sentí mucho tiempo enojada conmigo misma por no atreverme. Verdaderamente una pena.

El regreso a Estambul, nos trajo a la ciudad pujante, llena de excelentes artesanos en cuero, las famosas alfombras y exquisitos platos de comida.

El palacio de los Emires Otomanos, son inmensos. Cientos de aposentos y cocinas y cuadras para animales. Lo más llamativo es el museo con las joyas de los emires. El trono de oro con incrustaciones de piedras preciosas, adornos para la cabeza recamados en oro y plata con esmeraldas de tamaños descomunales, sí, enormes. La daga del Sultan Suleiman El Magnífico, tiene tres esmeraldas y como cien diamantes, que debe pesar diez kilos. Sus anillos, prendedores y gargantillas son espectaculares. No me permitieron sacar fotografías. ¡Era lógico! Justo en uno de sus patios se desarrollaba una ceremonia oficial de militares turcos, todos vestidos de terciopelo rojo. La banda tocaba una música muy bella.

Luego fuimos a un monumento al Padre de la Patria del siglo pasado que hizo de Turquía un país  moderno. Mustafá Kemal Atartürk

Regresaría si pudiera.