lunes, 7 de noviembre de 2022

LA ABUELA CASANDRA


                        Los sucesos le habían hecho perder la razón. Tal vez para nosotros que la amábamos era penoso, pero cada uno escondía su desdicha y disfrutábamos con cada extrañeza de su hábil manera de escapar de la realidad.

En las tardes solía esconderse en los rincones del salón del piano e invitaba a seres imaginarios a danzar sobre la alfombra persa. Con la blanca cabellera suelta sobre las anchas capas granate de gasa, descalza y adornada con flores frescas o secas, según la estación. Danzaba, suavemente danzaba. Siempre escondía secretos en los rincones. Tenía lugares favoritos, claro, en una casa tan grande era factible. Aixa cuando llegaba de su taller murmuraba la eterna muletilla: -“El límite entre la locura y la genialidad es sutil como un rayo de luz”- y Casandra, guardaba sus misterios mientras murmuraba extrañas palabras que no entendíamos. Mientras en puntas de pie seguía la línea de mosaicos cantaba: -“Bereshit Rei Teshúb” o “Guilgul aneshamót”. Luego se sentaba con el rostro hacia la ventana que mostraba la puesta del sol sobre el gran canal. Algunas veces cuando venía Merle exhibía un idioma simple que comprendíamos todas. Igual su perpetua tristeza le prestaba un sortilegio indescifrable.

¿Los años le habían hecho perder la razón? Sus ojos se extraviaban en largas tardes frente al ventanal o al hogar de mármol que enrojecía recuerdos de la familia. En su idioma arcano llamaba a las cosas con apelativos indescifrables. “Jojmáh”, “Tiféret” o “Máljut”, esas eran las más usadas. Sonreía cuando cortaba flores al amanecer y caminaba sobre el césped sólo cubierta por la capa de terciopelo blanco en la nieve. Un día comenzó a desplegar láminas. Eran hojas con retratos inexistentes de seres de otros tiempos. Así sus secretos siguieron escondidos y permanecían debajo de los cuadros, en los búcaros de “Limoges” o en la colección de armas antiguas de Otniel, su difunto esposo.

Nos miraba de reojo y hurgaba en los búcaros que apoyaba en su regazo. Ahí decía sus palabras mágicas. Otras veces estudiaba durante horas debajo del mantel del mesón en el comedor unas extrañas declinaciones de su idioma. Era su sosiego lo que trastornaba a Lais o a mí. La paz que desgranaba en gorjeos rítmicos por los pasillos. Nadie la interrumpía por cariño o por temor.

En las madrugadas caminaba o mejor dicho se deslizaba por el corredor central con ramilletes de espigas secas, otras con puñados de vainas de algarrobos que tiritaban sonidos y pasaba al salón dando pequeños saltitos como guiños de ángeles.

Cuando aparecía la luna llena sacaba un brazo por la ventana redonda del ático y contaba las hojas de los cedros o de los paraísos. En invierno volvía helada, con los labios azules pero feliz.

Era la época en que regresaba Merle de sus viajes por oriente y al verla, abrazándola, repetía: - “Sueños de los dioses, amigos de mi infancia, vuelvan al lecho de mi lago”- y sonreía tranquila. Si la luna lucía una aureola rojiza como corona real, envolvía su larga cabellera cana con un velo de novia y desplegaba de las pequeñas orejas flores de nácar que robaba del arcón de la habitación de Lais o se adornaba con cerezas  artificiales de terciopelo rojo. Todos aparentaban que no hacía nada fuera de lo común y la dejábamos hacer. Pero una noche de eclipse sucedió lo inesperado.

Salió desnuda con sus senos pálidos colgando sobre el pecho, sólo cubiertos por una muselina de tono añil, su pubis y sus ojos enjaezados de las perlas que fueran de su abuela y caminó descalza hasta el portal. Lo abrió y salió por primera vez en veinte años al enorme jardín de magnolias en flor. Llevaba entre sus manos unos amuletos y sus misterios. Caminó salmodiando sus palabras “kabalísticas” como hechicera herida por la edad. Era la dueña de una noche sabática. Se perdió entre los iris florecidos.

Al rato, cuando la luna volvió a imprimir su rostro milenario tras la breve oscuridad reinante, en conjunción de astros, en el disco rojo que se había formado quedó impresa unos instantes la figura de la abuela Casandra en tonos azulados.

Salimos a buscarla y la encontramos tendida entre pétalos de magnolia, apretaba en sus manos un guardapelo con el retrato de un joven que nadie supo nunca quién era.

 

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