Era muy débil y singular su porte. Se llamaba Didacio. No puedo calcular
su edad ni la poderosa familia de la que hablaba siempre. Era un muchacho
enclenque y silencioso.
Lo vi parado junto a la fuente en la casa de piedra. El portal de cedro
semi abierto con una descomunal aldaba de bronce con forma de animal
imaginario. Adentro, la lúgubre incertidumbre, mostraba la ocasión de los
pecados que se habían vivido en la historia de esa casona descomunal que se iba
derrumbando con la gracia de los muertos.
Donde según dicen, había un traidor y desleal personaje que martirizó a
la servidumbre, golpeaba a su “amada esposa” y violaba todas las reglas de la
hospitalidad y galantería.
Su hijo, ese que ahora estaba parado en el umbral del tiempo, Didacio,
fue lo único auténtico y feliz que sucedió alguna vez. ¡Supercherías! Nadie fue
feliz, porque el chico nació débil y enfermo. Su ralo cabello le llegaba a los
hombros. De un color ceniciento y ojos azules, miraba con arrobamiento la
glorieta que se iba desmoronando bajo la potencia de la glicina y la hiedra.
Según decía su abuela, única persona amble y viva; allí se había
encontrado con una joven que le prometió amor eterno. Desapareció un día y
nunca regresó, no se sabía por dónde había llegado y por qué causa había huido.
El viejo jardinero, muerto ya, dejó dicho que el padre la había correteado para
enlazar su talle y besar paranoico su boca fresca. Ella, asqueada escapó.
Didacio, loco de amor, se desplomaba en su dolor juvenil, sin aceptar los
sucesos posteriores.
Una mañana su padre apareció en el comedor con una cuchilla clavada en
la garganta. El charco de sangre había manchado hasta el borde la alfombra
persa. Nadie lo lamentó. Fue enterrado en un oscuro rincón del parque, sin
miramiento ni ceremonia.
La abuela no permitió que se llamara a la policía del condado. No fueran
a creer que alguien de la familia o el personal, de antigua y laboriosa tarea,
hubieran cometido el parricidio.
Didacio, se quedó en silencio desde entonces. No habló más ni evocó a la
joven, ni a su difunta madre… sólo observaba los pájaros que revoloteaban en el
jardín junto a la glorieta. Esperaba un milagro, que ella volviera. Lástima que
yo no la conocí, hubiera hablado a favor del mozo. Un hombre fiel y amante de
los que ya no quedan.
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