lunes, 7 de noviembre de 2022

UN MUSEO

 

 

            Se paraba en cada portal con deseo de ingresar y recorrer los largos pasillos.

 Pero el cartel decía: “El Museo tiene Derecho de admisión” y él, había dejado el mundo desde 1956, la fábrica la puso en manos de su hijo Samuel y la casa se la dejó a la ex mujer, madre de los tres muchachos.

            No se llevó nada. El Chevrolet quedó en un galpón de la fábrica y de vez en cuando, pasa para verlo y está allí, lleno de tierra y con los neumáticos podridos. ¡Claro, Samuel anda en un Mercedes Benz azul! La casa está bien cuidada. Don Roberto, el jardinero, lo saluda y le regala algunas verduras de la pequeña quinta que cuida en escondidas de Débora, su ex. Pero un día creyó que lo veían por la ventana y no quiso ir por mucho tiempo.

            Todo comenzó con la muerte de la hija de ambos, Yael nació con una enfermedad neurológica que le impedía moverse. La llevaron a un sin fin de médicos especialistas y viajaron a los países más adelantados. No consiguieron un remedio para el mal. Las peleas arreciaban y mudas inculpaciones los envolvía cada día en noches negras y frecuentes. Luego silencios largos y helados los fue alejando. No importaba que los otros tres vivieran bien, saludables y crecieran como cualquier chico. Pero Yael, para Débora, era la espina clavada en el corazón. Hasta que un día la muchacha se fue al mundo de los elegidos.

El luto se infiltró en la casa como un mercurio venenoso. Él, era el culpable de todo. Para su ex esposa, no había hecho nada para salvarla.

Una noche, después de la cena cuya guerra se había apoderado de cada bocado, llamó a Samuel, que tenía veinte maduros años y le dejó los papeles haciéndolo dueño y cuidador de la familia. En silencio salió caminando de la casa y partió sin rumbo.

El primer tiempo se instaló en un hotel. Cuando se quedó sin dinero, vivió en la calle. De repente se cruzaba con viejos amigos que daban vuelta el rostro como si no supieran que era él. Se reía por lo bajo. ¡Pensar que a este le ayudé a poner una fábrica! ¡Que a este otro, le conseguí un contrato millonario en New York! Y así se iba despojando de ex amigos y conocidos. Hasta el rabino, un sabash, lo alejó por su apariencia.

Lo único que lamentaba era no poder entrar al teatro o a los museos. Una mañana de domingo, con un frío de los mil demonios, se sentó junto a la puerta del Museo De Arte Antiguo. El custodio, al verlo le ofreció un café caliente con un pedazo de pan. Comió saboreando cada bocado. Era la primera vez, que alguien se acercaba con afecto, sin rechazo. El hombre se puso a hablar de mal tiempo. Pronto charló de mil cosas, hasta que comenzaron a charlar de arte. El custodio, sorprendido, le indagó sus conocimientos. Sabía tanto ese mendigo, que se sintió apenado a tal punto, que le prometió dejarlo entrar un día sin que nadie lo viera. Saltó de júbilo su corazón.

Buscó llegar a la casa donde había vivido y esperó para hablar con el jardinero. Le pidió sus zapatos negros, su camisa de linón, su traje gris, corbata y un pulóver que trajo de Italia. El buen hombre hizo malabarismos y le consiguió las prendas. Se las puso en un bolso.

En la estación de servicio donde le permitían bañarse y afeitarse, se vistió y fue al Museo. Allí lo esperaba su nuevo amigo, que no lo reconoció hasta que lo escuchó decir algunas frases.

¿Qué le había pasado? El relato fue corto. Sólo quería ver las obras que tanto amaba. Al ingresar, lo saludó un conocido de la vieja época, luego, lo saludaron varios paseantes. Un grupo de turistas japoneses, no entendían a ese señor que lloraba frente a cada cuadro del museo.

Cuando salió guardó su atuendo recuperado, se lo dejó en cuidado al amigo portero y se prometió volver. Al cruzar la calle, un Mercedes Benz azul, lo atropelló. Quedó tirado sobre el asfalto con el programa de la retrospectiva de Soldi entre las manos. Un charco de sangre fue dibujando la tarde en el pavimento helado.   

           

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