Lusius Kingueil se asomó a un
ventanal para observar desde allí la calle. Un manto cárdeno alfombraba el
horizonte. Avanzaban negros nubarrones a espaldas de los edificios. Gigantes
herrumbrosos que desafiaban el tiempo. Acomodó el capote. Sus viejos guantes de
lana verdosos huían en pequeños plumones en motas de hilillos de lana que
deshacían vuelta a vuelta el tejido. Bajó la vista y la posó sobre las enormes
pilas de papeles que había escrito. Sus dedos aun estaban teñidos por el
azulado líquido que usaba para asentar cada paso de su jefe. Se puso el
sombrero y cerrando los postigos, dejó en penumbra la habitación. Un suave
fulgor subía desde el taller donde los hombres trabajaban con los telares.
Eran como muñecos que tenían un
ritmo casi perfecto. De ahí, salían paños para los contratos que había firmado
el dueño con el gobierno. Se acercaba una guerra. Los colores habían cambiado,
ya no eran luminosos. Un ensombrecido hilado marcaba el mundo infernal que se
precipitaría sobre la gente del pueblo. Julius bajó los peldaños con cuidado,
estaban gastados y secos, la madera se quejaba bajo sus botines y el barandal
estaba flojo. Había estado sentado once horas, tenía el cuello dolorido. En la
puerta de salida sintió la voz del jefe que lo llamaba. Cerró los ojos y apretó
la mandíbula. ¡No, otra vez no!
Lo miró de frente y el viejo, con
los ojos enrojecidos por el calor de las máquinas, le hizo un guiño. ¡Sorpresa!
¿Qué necesita, señor Douglas? Le alcanzó unos billetes y unos peniques. Hoy,
Julius, me ha completado el trabajo de un mes y deseo que lleve su paga a la
señora Kingueil. Inesperadamente, el viejo, se había transformado. Agradeció y
saludando, se colocó el sombrero y abrió ala puerta.
Fuera de la fábrica el olor que
traía el viento desde el barracón, llegó a dolerle en el pecho. Olor a muerte,
a podredumbre, a pescado hediondo. Agachó su cabeza, reconcentrado y caminó por
el veredín de piedras, hasta cruzar el bulevar. Allí pasaban los coches y
cambió el olor. Ahora era el de los desperdicios de los caballos y perros de
los transeúntes y vendedores. En el bolsillo del chaleco aprisionaba los
peniques, los billetes, los escondió bajo la faja de sus pantalones, en un
pequeño saco que le cosiera su mujer. A veces había escuchado que algún bravucón
se hacía el borracho para atropellar a los caminantes y robarlos hábilmente.
Subió a la vereda por donde jugaban
unos muchachos con una rueda metálica. Tropezó apenas con una niña, que
acurrucada por el frío, se había protegido bajo una alcantarilla. Le tendió una
mano. Flaca, amarillenta y sucia. Su carita de dolor, lo conmovió. Sacó medio
chelín y se lo puso en la palma, y advirtió que tenía una fea herida. Julius,
supo que estaba frente a una pobre desamparada. Comenzó a llover. La creatura
se encogió bajo unos trapos viejos y cartones que le servían de cobijo. Nuestro
hombre, pensó en su hogar, en el perfume a sopa de cebollas y pescado, en el
calor del fogón y sin calcular el tiempo, ni las consecuencias, de un tirón
sacó a la niña, la envolvió en su capa y siguió el camino. Nadie lo había
observado.
Cuando abrió la puerta de su casa,
su amada esposa Melania, vio que traía un bulto bajo sus brazos. ¿Qué traes
ahí? La pregunta quedó en un sonido extraño al mostrar a la chiquilla. ¡Me
traes una vagabunda! Pero su corazón de mujer, sobrepasó a su miedo. La tomó
como a un pajarillo mojado. La niña temblaba. Miedo, dolor, hambre y soledad.
Julius besó en la frente a sus hijos que se acercaron a mirar a la pequeña.
¿Cómo se llama? ¿Dónde la encontraste? ¿La compraste? Cada uno preguntaba algo.
Él, les pidió silencio y les contó así: Hoy es mi día de suerte. Terminé el
trabajo para mi jefe y me pagó el dinero que me debía; cuando regresaba me
encontré con esta avecita perdida y no quise que durmiera en una alcantarilla
que con la tormenta, pronto se llenaría de agua y se ahogaría.
Melania se acercó, la tomó
nuevamente y la llevó a la tina. Mientras la bañaba, la pequeña no habló. Pero
la madraza vio que había sido severamente castigada. Tenía zonas cárdenas por
todo el cuerpo y heridas que mal cicatrizadas hablaban de abusos increíbles.
Con un paño, secó el cuerpo y le puso ropa de sus muchachos, le ató como pudo
el cabello que tenía muy revuelto y cuando la mostró a los expectantes ojos,
vieron una hermosa criatura de ojos color almendra, rubia y pálida. ¡Esa noche
comió como hacía mucho no comía y se quedó dormida en la silla.
Melania y Julius, se abrazaron y
acariciaron a sus hijos. ¡Se quedará si ella quiere! Mañana, después que
despierte le preguntaremos su nombre. Por ahora, todos a dormir. Julius,
escondió los billetes y se fue a su cama. Quedó dormido de inmediato. La
tormenta pasó y al despertar, la niña no estaba, los billetes de Julius y
Melania, tampoco.
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