Ludovica está triste. Tiene un dolor
revoloteando en su pecho. Vino llena de sueños a la gran ciudad y allí, se
encontró con una vida de soledad y frustraciones. ¡Nada era igual a lo que le
mostraban en la radio, cuando escuchaba las novelas de Migré! Sin un vestido
bonito, con el cabello oscuro y zapatos de tacón gastado, nadie la dejaba
entrar a los salones bailables ni al biógrafo. Había que pagar en todos lados.
Algunas veces, un anciano de la calle Corrales en la ventanilla del cine, le
daba un papel y la dejaba entrar, claro que después le tocaba un poco las
nalgas, pero ella se hacía la sonsa y volvía con algún estreno.
En la pensión, limpiaba los baños y
ayudaba en la cocina. Le daban de comer y una cama que cuando se tendía hacía
más ruido que un furgón lleno de hierros viejos. Allí vivían varias muchachas,
y hombres. Eran obreros y chicas que se hacían las “bataclanas” y apenas podían
juntar unas monedas para entintarse el pelo y comprar alguna chuchería que resaltara
sus figuras. Los muchachos, comían como lobos, con el estómago abierto como
hoyo de curtiembre. Nada alcanzaba, ni la sopa, ni el pan, ni los guisos que
hacía la patrona. Las chicas comían menos para no perder lo único que tenían,
los cuerpos de ninfas pobres.
Ludovica se propuso cambiar. Un día
se paró en la puerta de un gran hotel y esperó algo… o a alguien que la viera.
¡Y la vio un hombre que había bajado de un auto negro! Le sonrió y la invitó a
comer con él, en el hotel. ¡Ese día se descompuso de tanta cosa rica que comió!
Él, le dijo que la esperaba en la
radio “
El hombre entró y casi
arrastrándola, la hizo sentar frente a un aparato que supo, después era un
micrófono. Canta. ¿Cómo, si yo no soy cantante? Ayer cuando te esperaba en el
pasillo del hotel, te oí cantar y lo haces bien. Canta igual que ayer. ¡Y
cantó! Y pronto llamaron a la radio preguntando su nombre y que cantara otras
canciones.
Le hicieron aprender varios boleros
y canciones amorosas y ella, hizo todo lo que le obligaron hacer. Cuando pasó
el mes, le dieron un sobre con mucho dinero. ¿Era famosa! Había triunfado.
Salió de la radio y caminó despacito
por la calle Matriz y en un local entró y se compró un vestido de seda rojo
fuego, unos zapatos de tacón de charol negro y un bolso de piel brillante.
Luego, caminó hasta el tranvía y cuando llegó a la pensión, las muchachas y los
hombres la aplaudieron. ¡Ludivica, canta ese bolero tan romántico! Cantó y las
lágrimas le hicieron correr el “kohol” por las tersas mejillas de muchacha
pobre.
Dicen que con el tiempo, hasta viajó
a otros países cantando, vendió discos y hasta filmó una película. Pero,
también dicen, que el hombre que la hizo triunfar, una noche, borracho, le dio
un balazo en el pecho y de su vestido de seda rojo floreció un margaritón negro
de sangre joven. Ludovica es una leyenda entre las muchachas que sueñan con ser
“La voz” en la ciudad.
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