martes, 22 de noviembre de 2022

IRINEO

 

Llegó como una ráfaga de viento helado. Su frente era un cric crac de estalactitas de acero, su cerebro una madeja de hilos de hielo. Un sudor hervía en su piel morena. Se preguntaba si esos cuervos que entraban y salían de su cuerpo eran reales. Afuera llovía a cachetadas de fuego helado.

No había temblado tanto desde que Sebastián partió por el terraplén de camino a la manifestación de los mineros. Pero estaba allí, parado en la que fuera la puerta de la gran casa. ¡No había nadie a la vista! El silencio mortal, retenía hasta el murmullo del agua que en pequeños chorrillos corría entre las piedras del que fuera el más bello jardín de la región.

El valle pactaba su existencia con el abandono y la muerte. Todos se habían ido y quedaban apenas un par de ancianos en algunas casitas desperdigadas por las laderas oeste. Hacía dos o tres semanas vio a Eladia Verón, arreando su majada de cabras. Su rostro craquelado de sol y frío. Sola. Con el suave tintineo de los cencerros de las madrinas. Esa vieja ya no lloraba, estaba hecha de sal y roca como las veredas del pueblo.

Miró, hacia el este y supo que se avecinaba una nevisca opresiva. El pecho le cantaba un dolor morado y sibilante. Eso le quedó de la mina. ¡El carbón arrulla como pequeños alfileres de humo en los pulmones! Todos se fueron cuando cerraron el socavón infernal. El derrumbe de una de las galerías, con los hombres dentro, atrajo a los periodistas de lugres lejanos y el revuelo fue infernal. ¡Pero nada se compara con el infierno de las minas!

Volvió a merodear y golpeó con fuerza. El ruido certero sobre un portal de roble no puede ser eludido. Salió la dama. ¡Una ruina inesperada de lo que fuera antaño! La melena descalabrada sobre una bata deforme y triste. Los ojos hinchados y una mirada desorbitada lo inquirieron con desafío a destiempo. Su corazón desgajado por la pena se plantó frente a esa mujer heroica que había soportado el latrocinio de los poderosos del banco.

Se sacó el sombrero, que auguraba pobreza y agua. ¡Señora, se necesita su presencia en la tabaquería! Hay una reunión de los que nos quedamos. Usted que sabe leer y de leyes, nos puede ayudar a domesticar la ira. La patrona parecía perdida entre tinieblas inexistentes. Los otrora ojos dorados, parecían dos quietas brasas marrones, y secas. ¿Irineo, buenos días, vio que linda está la fuente? Se volvió a mirar el sitio donde hubo una hermosa fuente y hoy era un poco de escombros con maleza. ¡Si, señora, le prometo venir a arreglarla cuando pase el temporal!

Me manda el Demetrio, el de la casa de la vertiente; él, dice que sin usted es imposible hacer nada. Será esta noche a la oración. ¡Si usted quiere yo vengo a buscarla con mi calesa! Ella lo observa con mirada extraviada y suspira, a la oración…sí, a la oración.

El hombre se toca el ala del sombrero y se va alejando, cuando siente una carcajada que lo detiene. Se vuelve y la ve cómo se esfuma detrás de la gran puerta.

¿Qué le pasará en la mente a la dama? Acaso no fue una amazona que atravesaba los campos como una ráfaga de fuego en su potro negro azulado, aterrando a las ovejas y aves domésticas que merodeaban entre los parterres buscando gusanillos o insectos que era su dieta generosa, mientras no les tiraban cebada o restos de pan de mijo.

¡Esa no parecía la mujer joven, pelirroja de mirada dorada y sugestiva que cautivaba a los parroquianos en las ferias o en la oficina de correo! Todo eso cerrado y muerto, como el poblado.

 

 

Irineo siguió bajo el viento helado. Su ira crecía. Su cuerpo se curvaba con las ráfagas heladas y el chubasco. No tenía la fuerza de antaño. Desde que se fuera su hijo con el niño, su fe, había abandonado los sueños. Su mujer había caído en un silencio de dolor tan profundo que parecía una amortajada en vida. Él, cocinaba, lavaba, trabajaba la granja y ayudaba a pastorear a los animales: ovejas, cabras y vacas, que no por pequeños grupos necesitaban pasturas frescas aun en ese clima inhóspito que atravesaba la tierra.

Su mundo derrumbado como la mina, estaba en una oquedad impensada unos años atrás cuando todo parecía que el valle vivía una eterna primavera. Cerró los ojos un minuto y se dejó caer en un murallón que rodeaba la hacienda. El agua se estaba desmayando y comenzaba a subir la niebla. Irineo soñó por unos momentos. Se alejó en el tiempo.

 

El calor del sol pegaba sobre el bosque con la insistencia del deshielo. Goteaba de los árboles y pinos, como caireles de cristal el agua de la nevada de ese invierno. Entre los trozos de hielo que se despertaban con la fuerza de los brotes de narcisos, tulipanes y crocos, aparecía una rala pastura verde clara que iluminaba la esperanza de  las bestias y golpeteaba el corazón de los humanos.

La mina parecía un desborde de carbón que privilegiaba el futuro con un calor veraniego o unos fogones crepitantes con las ollas y peroles repletos de carne de cerdo o cordero. Olores primitivos augurando felicidad de estómagos laboriosos.

En la casa grande había una actividad de peregrinos amigos que llegaban a dar su alegría a los patrones. La dama impecable con su vestimenta elegante solía montar con esos amigos y en grupos de a cuatro o cinco caballos, cabalgaban buscando esos rincones de belleza increíble del valle. ¡Valle de las Rocas Encantadas! y ¡Valle Azul! Una zona que envolvía el rumor del viento y escondía una riqueza impresionante de minerales y carbón. Diamantes y oro.

No faltaba el tintineo de algún trineo en las partes llanas, donde en pleno invierno acercaban a los niños y jóvenes al lago helado para patinar y jugar con sus amigos y compañeros de charadas. Ahora, servía para montar hacia las pequeñas praderas barrosas donde los zagalones iban a recolectar flores que llenarían los búcaros con la belleza de arco iris colorida y perfumada. Las abejas y mangangá rodeaban a los hilarantes jóvenes. ¡Otra época! La primavera que asomaba inquieta, gratificante y alucinada. El frío huía como el mismo demonio dejando a las ardillas y pájaros disfrutar del llamado a aparearse y continuar la vida.

Esa mañana llegó un vehículo nunca visto en el Valle Azul. Una berlina que dejaba tras si, una nube de polvo manchando el rostro de la decena de niños que corrían tras ese Citroën 7A, que sin descanso seguía el camino hacia la casa del patrón, dueño de la mina. Descendió un chofer cuyo rostro impenetrable, tenía una visible cicatriz sobre la mejilla izquierda. Abrió la puerta de su acompañante rodeando el coche y de él, se apeó un caballero de estatura elevada, rostro enjuto y mirada profunda.

El amo, caminó sonriente hacia ese hombre, le tendió la mano y dándole algunas suaves palmadas en la espalda, lo invitó a entrar en la gran casa. Atrás viajaba un segundo coche, más deteriorado, pero cuyo color y ronroneo del motor atrajo a los parroquianos que nunca había visto ese modelo de transporte y algunos no sabían siquiera cómo se movía. En él, viajaban dos hombres y dos mujeres.

El hombre que luego se conocía como el “Ingeniero”, tenía un aspecto majestuoso. Era muy alto, delgado y de tes de blancura extraña. Sus ojos de azul profundo, contrastaba con el cabello casi blanco cortado en forma rasante. Su mano derecha se apoyaba en un exquisito bastón cuyo pomo era de marfil simulando la cabeza de un león. Una evidente renquera, que trataba de disimular con un andar noble, avizoraba un quebranta pierna en sus movimientos. Del otro vehículo, descendieron dos hombres y dos jóvenes mujeres. Uno era de contextura fuerte, obeso, con enormes gafas de carey y el otro era más alto, delgado y la piel se notaba, estaba tostada por el sol. Pero ninguno daba la imagen de ser trabajadores de la tierra o de minas. Las pobres muchachas, esqueléticas, eran unos maniquíes vestidos con ropas finas y caras, pero de un bajo nivel social evidente por cómo se movían. Seguro que venían de pasar hambre como los habitantes del valle.

El ingeniero, contratado por don Tobías Guerrero y Ramos, sentado en el escritorio, comenzó a resaltar el paisaje desde donde habían atravesado medio país. Comenzaron las preguntas sobre la mina y la vida en el valle. Así llegó la hora de la cena en que fueron todos, incluyendo las jóvenes acompañantes pasaron al comedor. La cocinera, mujer de fuerte carácter había previsto cuatro platos, no tan extravagantes como sustanciosos y buenos. El menú comenzaba con consomé de cebolla, ajo, con pasta de sémola; la entrada estaba deliciosamente pensada: cangrejo al puerro con papines en manteca, el plato principal… “carré de cerdo” en salsa de vino “cabernet” y un postre de la región de manzanas y queso con miel. Don Tobías había sacado sus vinos atesorados para ciertas circunstancias especiales y ésta era una de ellas.

¡Sorprendía ver cómo engullían las muchachas todo lo que pasaba por sus narices! Mucho maquillaje y poca educación. Pero eran bonitas y muy, muy calladas, cosa que a la señora Alejandrina desagradó. Los hombres algo más sobrios, cuidaban mucho las formas y ante la desfachatez de las mujercitas, trataban de mantener una inusual compostura que el ingeniero manejaba con la mirada gélida de lado a lado.

En el pueblo había una revolución, se juntaron en la barbería y en la taberna para hablar. Unos asombrados con los automóviles, pero todos luego de chismorrear sobre los vehículos, se preguntaban si el amo, vendería la mina, si eran agentes del gobierno o los mandaban los dueños del banco para expropiar la mina. Entre el humo del tabaco, el polvo de carbón penetrado en la ropa y el innegable sudor hediondo, por el miedo de caer en la volteada… el lugar era insoportable.

Mientras en el valle los recién llegados buscaban afanosamente una casa para vivir, dado que no había un hotel o albergue digno para instalarse; la euforia y contradicción iba en aumento. ¡Se llama Ralfh Heins y viene de Alemania!  ¿Es un espía del innombrable? ¿Será en serio ingeniero? Los comentarios subían de tono y la desconfianza también. Algunos parroquianos creían que ese suceso traería mayor fortaleza a la región; otros dudaban.

 

El Valle Azul había expandido en Valle de las Rocas Encantadas, todo el malestar por la intromisión en su tranquilidad. Ya la canícula se desparramaba en las callejuelas terrosas de casas bajas con un verano pegajoso y obsceno. Las mujeres simples se acercaban al río para lavar la ropa y chapalear en el agua, con risas y los hijos inmersos en las aguas claras del río, jugaban sin sentirse intimidados por el agua del deshielo. Fría, agua helada.

Pasaron unos meses y cerca del otoño, sucedió el gran incidente. El ingeniero había llamado a los mineros para una reunión. El clima hostil se había instalado contra esos hombres. El simpático regordete de gafas, resultó un controlador malhumorado que aguijoneaba a los mineros a trabajar más horas por el mismo pago. El otro reflejaba su autoritarismo con frases crueles que denostaban el duro trabajo en los socavones. Las tareas se duplicaban y el rendimiento agotaba a los hombres. Hasta ese día que en la junta, se desplomó un sueño.

A partir de este otoño, vendrán a trabajar obreros de otras ciudades de lo contrario, los niños de diez años tendrán que entrar en los nuevos túneles. Se armó una protesta general. ¡Los niños no! ¡Imposible que se traiga gente de otros pueblos, eso traerá otros problemas…! Don Tobías, interrumpió al “ingeniero”. ¡Nunca se ha hecho trabajar a los niños! Es imposible. La mano de don Tobías, fue directo al pecho. Un dolor agudo había dejado al bonachón amo sin habla. Rojo, púrpura, sin aliento lo sostuvo Irineo, un jovencito que sentado cerca del sillón del patrón, corrió en su ayuda.

La gente se quedó incrustada en un silencio oscuro. Las únicas voces que se oían eran las de los tres extranjeros. Discutían entre sí, con el áspero idioma que usaban y que nadie entendía.

Llamaron al chofer y trasladaron a don Tobías a su chalet. Alejandrina corrió a sostener a su esposo y lo llevaron al lecho. Luego se llamó a un médico del Valle de las Rocas. El anciano galeno, luego de una minuciosa observación y diálogo con el enfermo, descubrió, que tenía frente a sí, a un hombre muy delicado cuyo corazón palpitaba dolor.

Los poblanos se habían alejado lentamente, preocupados por el futuro y la salud de don Tobías. Hablaban en voz baja, como presintiendo una catástrofe.

 

Irineo, se alzó, salió del rudo pedregal donde se había quedado pensando. Los recuerdos, no le habían permitido advertir que la nevisca cubría su cuerpo y el frío le calaba los huesos. Se irguió y caminó lentamente hacia su hogar. En el camino se cruzó con Belidoro Anzueta, el anciano transportaba un bulto de arpillera como si sostuviera medio planeta sobre sus espaldas. ¿Para dónde va, Belidoro? Lo ayudo. Y tomando una Manila del fardo, caminó junto al hombre. Silenciosos, austeros de palabras, sólo se escuchaba el silbido de los pulmones de ambos que pretendían allanar el camino. Nunca hasta ese fatídico día, supo lo que transportaron.

Mi mujer está muy enojada, dijo el anciano. Sólo piensa en nuestra hija que se fue a la ciudad y no ha vuelto. Se marchó con el mequetrefe del gringo, y estaba preñada, seguro que eso la hizo huir de este agujero enorme. Estoy triste. Belidoro, yo tengo un odio que me carcome el hueserío y la cabeza. Piense que la mina aun tiene carbón y no está muerta.

No Irineo, olvídese, después de lo ocurrido con esos malditos, acá ya no nos levantamos más. ¿Su hijo y su nieto? En la ciudad, él, trabaja y estudia, el niño está en un instituto para aprender a leer los labios, nació sordo, creemos que por el estallido en la mina. Diga que ahora hay ese tipo de escuelas.

Mi mujer llora y se lamenta. ¡Tan finos que se veían! Y eran unos timadores. Le costó la vida a don Tobías y a todo un pueblo. ¡Ya llegamos! Gracias y saludo a su mujer.

Cuando llegó a la casa la sorpresa de ver a su mujer vestida, peinada y sentada junto a la chimenea, lo dejó perplejo. ¿Acá esto? ¿Qué ha pasado? ¿Ha llegado nuestro hijo y nuestro nieto? Verlo ingresar en la cocina y estrecharse en un abrazo forzudo lo hizo llorar. Su hermoso muchacho había regresado.

Padre, me he recibido de ingeniero. El niño, tímido se acercó y comenzó con sus señas a platicar con el padre. Dice que se acuerda de cuando ibas con él a pescar a la laguna. Y corrió a abrazar al abuelo. Irineo se secaba las lágrimas con el dorso del brazo. ¡Por fin su mujer estaba viva! ¡Por fin su hijo había regresado y había logrado lo que nunca él, imaginó! ¡Por fin volvía ha sentirse pleno! Un minuto de felicidad que quedaría en su alma como la salida cálida del sol de verano. Ocultó la furia por un corto tiempo.

La conversación duró un rato largo, se empaparon de los hechos pueblerinos del valle, mientras Macarena, su mujer comenzó a cocinar un ragú de carne d cerdo con verduras de la chacra. Huevos escalfados con jamón serrano y pan que amasó con habilidad increíble. Se hizo la noche y el niño se quedó dormido, luego de comer esa sana y amorosa cena. Abierta la alcoba que dejara hermética en la partida, Daniel, ingresó a los recuerdos como un fantasma convertido en hombre listo y seguro.

Se sacó la ropa de ciudad y abriendo el ropero extrajo la antigua ropa de hijo de minero, pobre y raída, pero fiel para su futura práctica. ¡El hijo pródigo…ha vuelto! Y vaya si haremos cambios en el Valle. El perfume a humedad y encierro no había hecho colapsar el aroma del cabello de su amada esposa. La traidora se había aferrado al “ingeniero” que resultó un truhán y ella se hundió en el lago dejando al niño que apenas tenía unos meses. El cansancio lo dejó dormido, y en sueños le pareció… ver la figura de una mujer. Soñó. Y al despertar el mundo que lo rodeaba era perturbador.

 

La reunión en la tabaquería había reunido a los habitantes de Valle de las Rocas Encantadas y Valle Azul, eran unos treinta hombres y doce a trece mujeres, todas viudas o solas por emigrar sus maridos e hijos a las ciudades. La pobreza envolvía el lugar, los hombres, rústicos y míseros, buscaban la belleza de la otrora bella dama: Alejandrina, quien ingresó semejando un alma en pena. La antes hermosa mujer ahora delgadísima, encanecida y triste. ¡Un murmullo de aprobación la animó! Era la Dama, la esposa de quien fuera su patrón (¿Generoso y noble? Murió por la estafa que le hicieran los intrusos que él supuso buenos hombres. Resultaron se ex convictos del ejército alemán escapados por un incidente creado en una refriega en la penitenciaría donde cumplían una amplia condena. ¡No eran ingleses, ni siquiera buenos alemanes! Truhanes de innobles propósitos. Más Ira.

Esa noche se acordó un plan para reflotar los valles. En principio, había que hacer regresar a los jóvenes de las ciudades y países cercanos que emigraron por la falta de futuro. Luego los más viejos, conocedores de los filones de la mina, platicaron cómo se podía comenzar a trabajar.

Alejandrina habló al final. Su voz había recuperado el ritmo de la vida. ¡Amigos, me quedan algunas joyas del pasado, serán un comienzo! Espero que Ireneo pueda viajar a venderlas a la ciudad. ¿Confían como yo todos ustedes? Un: ¡Sí, señora! Bramó en el reducido espacio. El humor había inyectado esa enorme fuerza llamada Esperanza.

La llegada del hijo de Irineo era una señal de superación. Él, propuso buscar otras fuentes de trabajo: un hotel, un comedor de buena cocina campestre, reinventar el lago con paseos por el mismo en botes que atrajeran gente de las ciudades. El entusiasmo agregó las palabras de Belidoro Anzueta…:“Yo he encontrado en un socavón, un filón de plata”.

En sus intentos por activar el carbón, en una de las entradas, de la vieja mina, trabajó a espaldas de la gente y buscó y arañó la tierra hasta encontrar eso tan inesperado.

Mostrando trozos de plata mezclada con carbón, escudriñando también encontró unos pequeños diamantes… ¿Toda una esperanza para los poblanos? Allí comenzó una gran discusión. Cada uno de los asistentes opinaba y el sonido iba subiendo… subiendo.

Ireneo, dejó el pequeño atadijo bajo la máquina registradora de la tabaquería. Salió en silencio, disimulando la huída. Las voces se oían desde cierta distancia. Corrió hasta el galpón donde el comisariato, entró rompiendo un candado y encontró el coche de Ralfh Heins, le extrajo una enorme carpa que lo cubría. Lo sacó urgido por el tiempo y ni se detuvo a cerrar el gran portón. ¡Qué importa si nadie se dará cuenta! Salió por la carretera que rodeaba el pueblo. La aguja del velocímetro aumentaba en la medida que más se alejaba. Los pinares comenzaron a pasar junto a él, como la tropa urgida de un imaginario batallón que iba a la guerra.

El estallido lo descolocó. ¡Había ocurrido lo esperado. Apretó el pie en ele acelerador. De frente le pareció que un enorme vehículo se acercaba. La luz intensa y fuerte lo deslumbraba. Comenzó a sentir calor. ¿Qué extraño, si afuera hay nieve acumulada? El calor era cada vez más fuerte. No había tiempo que perder. Le dolían las manos que tenían un extraño color morado negruzco. Miró al costado y se sintió con deseos de vomitar. A su lado sentado con su uniforme de las S.S. estaba Ralfh Heins, con un balazo en la cabeza. En la mano desfallecida sobre sus piernas corría sangre y manchaba la “Luger P08”, que desmayada sobriamente dejaba ver las cruces de hierro que coqueteaban en su pecho hundido. ¡Le sorprendió! La luz cada vez más fuerte, lo encandilaba. Vio acercarse a don Cosme Guerrero y Ramos, su temido patrón y secretamente odiado. De su chaqueta salían fajos de billetes de varios colores, bolsas pequeñas que tintineaban con oro y plata, tenía la mirada ansiosa de la avaricia. Luego se avecinó doña Alejandrina, su cuerpo antaño bello y escultural, estaba cubierto por pequeños niños nonatos que se aferraban a sus brazos, piernas, cuello y pechos macilentos. Luego vio a su mujer que reía divertida abrazada a los variados hombres que le acariciaban los senos y el pubis guarro y a su hijo que lo miraba con un odio enfermizo blandiendo un cinturón con el que solía golpearlo cuando robaba comida de la alacena. ¡Era tan glotón!

Se avecinó al frente Sebastián, tenía destrozado el cuello donde bamboleaba su cabezota, llevando en la mano un fusil y una pancarta; nunca regresó porque en la refriega de los mineros la guardia civil, los descalabró a machetazos. La pereza lo había llevado a congeniar con otros que en apariencia querían gozar de muchos privilegios, pero allí estaba, balanceándose ensangrentado como títere.  Se cruzó, éste con el extraño chofer de Ralfh Heins, y vio que la cicatriz se la había hecho un joven en un campo de exterminio. Maldad que dejó huella.  

El calor aumentaba y él, cada vez apretaba más el acelerador para escapar de la caravana de personas que maltrechas seguían el vehículo. La gran luz se iba opacando y el calor agobiante le provocaba un fuerte sudor pringoso y de olor nauseabundo. Se tiró sobre el auto el niño, su nieto. En la mano llevaba un cuchillo. Era enorme. Quiso detenerse y no pudo. El muchacho cada vez más cerca y las ventanillas bajas, permitían oír las palabras soeces que le profería: “malvado”, “asesino”, “demonio”, “hijo de la puta madre”… y cerró los oídos para no escuchar a su amado nieto decir esos improperios. De repente se le atravesó Belidoro Anzueta con un enorme pecho destrozado y blandiendo un hacha y las manos llenas de sangre mezclada con trozos de plata y oro. Lo atacó con furia, pero el hacha seguía sin hacerle el más mínimo destrozo en el auto o el cuerpo. La triste figura de Demetrio, lo dejó atónito. ¿Qué le había pasado a es hombre bueno? Su cuerpo mostraba una terrible marca de peste que le penetraba llagas por lujuria a la que se empecinaba por pasar horas en los prostíbulos, donde conoció a las jóvenes muchachas alemanas que escaparon de un campo con los estafadores.

Pasó de largo junto a Eladia Verón que lo miró con mucha pena. Eladia, era la única que no lo amenazaba ni se veía ensangrentada. ¿Estaba en la reunión en la tabaquería? No, no la había visto. Eso lo tranquilizó. ¿Pero porqué allí, caminando junto al pinar del escarpado paso por la montaña? Luego lo supo.

El calor era insufrible. Comenzó a ingresar a un túnel cuya oscuridad lo turbó hasta sentir terror. ¿Era eso el infierno?

 

Comisario, el occiso estaba incrustado en un enorme árbol a la orilla del camino. Atropelló en su carrera a una mujer que pastoreaba ovejas, golpeándola y el frío la mató. Hipotermia, anoté en la planilla. El hombre tenía las manos quemadas. La investigación dirá si fue él,  quien puso la bomba en la tabaquería. Pero se nota que no sabía conducir, era inexperto con los fierros (el ayudante del comisario, un novel aprendiz de investigador, detective y técnico agente en casos policiales) siguió observando lo que había quedado de ese antiguo pero hermoso Citroën 7A, y encontró en el asiento delantero una “Luger P08” de las que sabía se usaban en los “Campos de exterminio en la Segunda Guerra, en Alemania”. ¿Cómo había llegado allí? Otra incógnita para los inspectores. Los vehículos llegaron desde la capital. La policía debía conocer los sucesos en ese bucólico valle. En menos de un año siete bombas en diferentes lugares con muertes de poblanos, personal contratado en la mina y patrones

Entre los escombros de la tabaquería encontraron algunas pistas. ¡Son trozos de dinamita usada antiguamente en los socavones de minas cerradas!

Los cuerpos que estaban diseminados por el predio, eran irreconocibles, pero los peritos se dividieron entre le auto estrellado y el lugar del estallido. Por ciertos huesos y dentaduras, el A.D.N. sería el resultado de dicha tarea.

Llegaron periodistas de la capital con un sin fin de material tecnológico, y pronto estaba en todos los periódicos y canales de Televisión. Valle Azul y Valle de las Rocas Encantadas, se había visibilizadas, el sueño del iracundo Irineo.

 

Mientras ellos transitaban y laboriosamente se enfrascaban en determinar los personajes muertos, cada uno fue ingresando en ese oscuro mundo donde la “Verdad” se desconoce. Pero cada uno mostraba al inquieto Irineo, los vicios y maldades que habían cometido: ira, vanidad, mentira, soberbia, robo, ambición, avaricia, lujuria, muerte, envidia, corrupción y maldad.

Solo se salvaba la vieja pastora, que sin saber que el auto que la envistió, le acompañaría con la visión del envilecimiento de quienes convivían en el valle aparentando ser gente de bien.

Los fantasmas iban y venían por el pinar y los hombres que trataban de sacar el cuerpo destrozado de Irineo, no los podían ver.

 

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