jueves, 3 de noviembre de 2022

LISBOA UN INESPERADO ENCUENTRO CON LAS BELLEZAS

 

Me costó llegar a Lisboa. Fueron trece horas, sentadas, en un incómodo asiento de un avión entre dos personas, que se ubicaban sobre sus pequeños asientos como podían. El caballero que estaba a mi izquierda era un enorme padre chileno que hacía tiempo no veía a su hija y nieto en Alemania, y debía pasar por el aeropuerto de Ámsterdam, para hacer combinación con su nave. Llegamos sobre el tiempo esperado y al bajar en la aduana, nos llevaron por un ascensor hasta un sitio donde vendían todo, sí, había plantas (Mis favoritas), recuerdos de todo tipo, bebidas, comidas y un sin fin de objetos.

De pronto apareció una señora en un simpático motor con ocho sillas adosadas, para llevarnos de un lugar del aeropuerto a otro. Allí los despachos y salidas son de varios cientos de metros. Nos ayudó a subir y montó feliz a su frente. Puso el artefacto en marcha y comenzó a luchar para sacarnos del lugar. Llevó por delante un cartel metálico, un enorme elemento de acero para desperdicios, chocó con una columna y luego de ser asistida por otra dama, compañera de su tarea, comenzó el viaje evitando llevarse por delante pasajeros que apuraban su paso por el enorme corredor. Cada recorrido que hacía, producía un silbido semejante a una sirena de barco o de tren, la gente o reía o renegaba. ¡Era un personaje de película! Lástima que en el momento no atiné a sacarle un video con mi celular. Fue un simpático viaje de cine cómico.

Luego de hacer el resto de mi travesía, llegué a Lisboa. El traslado fue excelente, nos esperaba un joven brasileño, que nos dejó en un hotel en el centro mismo de la ciudad. Cosa que agradezco. El hotel, como todos los hoteles, ha atravesado dos años de cierre por el COVID 19 y se está desperezando del encierro. Frente al mismo, había un teatro que al preguntar si había posibilidad de tener una entrada para asistir, había que haber sacado el ticket  un mes antes. Desistí. Mi amiga y compañera de viaje no se molestó, porque gusta del teatro pero no mucho, yo lo lamenté. Sobre la calle que caminamos cada día, había muchos restaurantes y negocios que lentamente van abriendo sus puertas. Venden sugestivos objetos hechos con alcornoque, corcho, como decimos nosotros.

El primer día almorzamos en un lugar que nos pareció simpático, con un tenderete para poder usar parte de la calle. Un alegre camarero nos hizo en un cerrado portugués los elogios de su cocina. Y entramos y comimos. Yo, que adoro los pescados y mariscos, soñaba con un buen plato lleno de ellos. ¡Mi compañera de aventura, odia lo que yo amo, se conformó con un pez, que ella detesta y para colmos, lleno de espinas…! Nos prometimos no volver al lugar.

Conocimos los lugares emblemáticos del turismo por la ciudad de Lisboa, hicimos tours por barrios antiguos y zonas marítimas, así, llegamos a una zona donde sólo se comía frutos de mar. Mi amiga, solicitó pollo y papas. La miraron con desdén, pero le prepararon ese menú, yo, preferí comer moluscos que eran tan frescos como el aire del mar que corría por esa rambla.

Buscábamos alguna tienda que no vendiera los típicos objetos que descubrimos no eran de alcornoque, sino de una fibra plástica imitando el material real. Nada. Todo era igual.

Ya regresadas al hotel y pasado el tiempo, salimos a conocer una antigua iglesia del siglo XIII que abrió las puertas por ser el día de Lisboa, el día Patrio. Por todos lados repartían claveles rojos y yo recordé que hubo una revolución, no recuerdo en que año que la llaman: ¡La asonada de los claveles! Así que pusimos un clavel bajo los pies de una antiquísima Virgen de piedra en la que creo fue una catedral.

A los pies de la misma, en una especie de callejuela, se apacientan una gran cantidad de inmigrantes africanos y hacen música y bailan. Hay allí un hermoso homenaje al Holocausto y también cohabitan anticuarios. Ese día las tiendas todas cerradas. Y la plaza mayor, cerca de nuestro hotel con innumerables personas que bebían un licor hasta quedar algo ebrios. Todos lucían un clavel rojo. Los padres y madres con sus niños, los ancianos y viajeros recibíamos el clavel con cariño. Era el símbolo de la Libertad.

El día de los claveles, conseguimos que nos llevaran a la Iglesia de la Virgen de Fátima, donde según la historia, se presentó en 1917 la Madre de Cristo a tres niños pastores. Cuando llegamos, (el viaje fue hermoso), la enorme fila de cuatro en forma, era de tres o cuatro cuadras o más de quinientos metros. La gente silenciosa oraba, transportaba velas y flores blancas. Yo me dije: ¡De acá no salimos ni mañana! Comencé a caminar por un jardín que bordeaba la ermita y de pronto me encontré frente a un templete con la Madre. No lo podía creer. Mi amiga se quedó asombrada. Nadie nos había impedido ingresar y estábamos a los pies de la muy soñada y esperada Imagen. Oramos un rato por nuestras familias, nuestra Patria y el Mundo. Pedimos por la Paz en este duro momento de guerra; y dejamos nuestras súplicas de quienes me habían pedido llevara a la Virgen de Fátima; amigas y amigos de mi ciudad. Allá quedaron en las manos de María. Luego salimos por una callejuela donde vendían recuerdos que compré para regalar. Y a las catorce en punto estábamos regresando a Lisboa. ¡Gracias Madre por permitirme no hacer esa espera enorme en la fila de gente que te quiere ver y rogar salud y bendiciones! Juro que no sé cómo pasó, que estuve a sus pies sin hacer nada contrario a lo que estaba estipulado. Ella me llevó a sus pies.

Al día siguiente, después del desayuno, salimos a la plaza, ya sin tanta gente para hacernos un PCR, que exigían para ingresar a España y lo hacían gratis y en dos horas nos entregaron, firmado y legalizado por el gobierno portugués. En la plaza se había desplegado una feria de artesanos. Allí compramos algunas chucherías para nietos y nietas.

Ya llegaba nuestro último almuerzo. Habíamos probado las exquisiteces que produce en dulces y masas en Lisboa y todo Portugal según nos comentaron. Realmente, yo que nos soy muy adicta a las masas dulces, me enamoré de algunas. Ya armada nuestra valijas y listos nuestros papeles para nuestro viaje a Santiago de Compostela, salimos a comer. ¡Y, OH, sorpresa, nos volvimos a encontrar en el mismo restaurante que habíamos prometido no volver!  Yo rogué no me hicieran el pescado con ajo y mi amiga renegó, pidiendo pollo con papas, porque no estaba en el menú. ¡Por Dios, cómo les gusta el ajo! Todo olía a lo mismo, gustaba a lo mismo y molestaba al paladar igual: AJO.

¡Le dijimos adiós a Lisboa, con buenos recuerdos y algunas molestias, mínimas hasta ese momento! Lamentablemente no pudimos ir a Oporto.

 

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