La sala es exquisita, pintada de
un suave color verde palta, con cortinas de tela fina y sedosa, un cuadro de
firma de una conocida artista plástica del país, y por supuesto un flamante
escritorio Reina Ana, con silla haciendo juego. En esa pequeña salita, atiende
Leticia; médica con medalla de oro en la Facultad más prestigiosa del país. Tiene una
camilla recubierta de pana que enfunda en delicadas sábanas de lino egipcio.
Becada en el extranjero, ha hecho
un doctorado y varias maestrías fuera del territorio que la vio nacer. Mujer
brillante y obsesiva, detallista y perfeccionista. Tiene fama entre sus colegas
porque elige los personajes que atiende. Nadie la quiere, pero la admiran por
su facilidad para mezclarse en ciertos círculos de profesionales.
Esa mañana llega en su BMW que
deja en una sombra de la cochera. Un lugar privilegiado. ¡Su coche lo merece!
Le ha costado fortunas. Su traje del modisto de La Fayette, es un atuendo
exclusivo. Lleva tacones de aguja y cartera de Luis Vuitón.
Sabe que hoy la espera un alto
jefe del sector de la embajada de Suecia. La ha enviado su amigo Livio
Robellinni, de la embajada de Italia. Nunca acepta personas desconocidas.
Entra en su consultorio y su
secretaria, le entrega una historia clínica que ha interrogado previamente a la
atención personalizada. Es un hombre de sesenta y seis años, que ha viajado por
varios países del mundo representando a su país. Ha sufrido un preinfarto y
sufre Malaria contraída en Kinshasa. Cuando ingresa, se enfrenta a un personaje
rechoncho, de piel ajada y ojos pequeños, miopes y arrugados. Se desplaza con
dificultad. Ella al verlo caminar sabe que está atacado de “gota”, ácido úrico.
¡Mala alimentación al revés! Comidas de Gourmet y bebidas “blancas” frecuentes.
Carnes abundantes y sin querer se siente feliz. ¡Le prohibirá Todo!
Livio, le advirtió que era muy
respetado en su país y en la OTAN,
pero a ella solo le interesaba que no sufriera una enfermedad incurable.
Le presentó su mano, de piel
fresca y de uñas impecables. Con un ademán displicente le indicó un sillón, ya
que si pretendía que subiera a la camilla, tendría que llamar a algún enfermero
en ayuda. Leyó con cuidado la historia del hombre. Kharl Jurghans, separado, y
muy dolorido.
Le tomó la presión. Altísima para
su edad y el reflejo al oxígeno pulmonar que era bajo. La mirada angustiada del
hombre, la seguía como búho en la noche de luna llena. El miedo lo dejaba sin
aliento. Miedo a la enfermedad. Horror a la muerte. Él, lejos de su tierra, sin
familia directa, los hijos desparramados por el mundo. Su ex mujer casada en
Australia… ¿Quién se preocuparía de su asistencia? La gente de la embajada era
suplantada en forma permanente. Le hizo una serie de recetas y solicitudes de
análisis y otros estudios.
¡Tranquilo! Su corazón parece un
motor que quiere escapar al galope… así no nos podemos entender. Le hizo traer
una copa con agua. Él, pidió un whisky. Lo bebió de un solo trago. Con los
papeles en mano, entregó un cheque y agradecido salió. Arrastrando su dolorosas
piernas sobre las alfombras de la sala de espera.
Un joven alto, de mirada oscura
lo observó e hizo un saludo discreto. Pidió hablar con Leticia. La secretaria,
hábil, le pidió una tarjeta para entregarla a su jefa. “No es para mí, es para
mi Jefe”. Salió la muchacha y luego de un breve diálogo con la médica, se asomó
y lo hizo ingresar.
Soy el secretario privado de
Kaled Zahir al Abdulah. Necesita una visita en el Hotel donde está esperando
una reunión muy importante; pero no se ha sentido bien. Si usted me sigue, la
acompaño allí. Solo le pido discreción, mucha. Mi jefe habla muy poco español.
Yo le ayudaré.
Salió en un coche totalmente
polarizado y blindado. Fue tan rápido que en pocos minutos llegaron a ese hotel
en medio de un campo de golf y rodeado de murallas altas con ciertos sectores
con gente armada. El auto ingresó a una enorme cochera. La invitaron a
descender y con su maletín lleno de instrumental y algunos fármacos
imprescindibles, pasaron por una serie de monitores electrónicos.
En un ascensor subieron algunos
pisos. Nunca le permitieron ver nada a su alrededor. Al salir del mismo, sus
pasos se hundían en unas alfombras persas que parecían estar entre nubes. Se
abrió una puerta con una tarjeta que portaba el joven moro. Frente a ella en un
enorme lecho, yacía un delgadísimo hombre joven acurrucado.
Leticia, se acercó. Él, la miró
asustado. Ella le sonrió y le estiró la mano. ¡No, no la puede tocar! Dijo
Kassim. ¿Y entonces cómo haré mi trabajo? Le debo tomar el pulso, la presión, y
para eso tengo que tocarlo. Ambos se miraron sorprendidos. ¿Qué podían hacer?
El jeque avino a ser tocado por Leticia. Ella con discreción sacó sus
herramientas. Las manos frescas de la mujer hicieron encrespar la piel
afiebrada del hombre. Le ordenó algo al joven y éste trajo un chal y le hizo
que se cubriera la cabellera.
Palpó el vientre del enfermo,
hizo preguntas sobre su alimentación y sus últimos viajes. ¡El embarazo del
ayudante era supremo! ¿Defecó? ¿Cuánto, cuando y de que qué color? El paciente
avergonzado, hablaba con el traductor, que miraba para el suelo mientras
respondía. ¿Ha bebido agua del grifo? Supo que no en ese lugar sino en su avión
particular. Habría que hacer una prueba con el agua. La mirada del Jeque le
dejaba entrever el miedo. Voy a solicitar que hagan estos estudios y comenzó a
escribir y prescribir. Lo ideal es que se hagan en un consultorio Clínico
Biológico a nombre de otra persona, eso permitirá que el doliente no sea
detectado. El secretario recibió los papeles.
Acercó, Kassim la oreja a su jefe
y le sugirió que esperar unos segundos. Salió por una puerta lateral. Luego
ingresó con una caja de madera y nácar, tallada. Se la entregó a Leticia,
saludando amable. Sacaron a la médica con mucha prudencia. El secretario le
pagó con varias monedas de oro. La subió al coche que era distinto al anterior
y salieron raudos hacia la ciudad. Se quedó en la esquina de su casa. Ella no
había dado su dirección. ¡Quiere decir, se dijo, que me han estudiado!
Cuando ingresó en la casa, había
algo extraño. Algunos objetos fuera de lugar. Se sirvió una copa de Cabernet y
se sentó luego de tirar lejos sus tacones. En el sillón, acurrucada, abrió la
caja… gran sorpresa, un collar de diamantes y esmeraldas con sortijas y
brazaletes, brillaron a la luz de la lámpara. Encendió el televisor. Se
enfrascó en una película y se quedó dormida.
Un estallido despertó a media
población. Una enorme bomba había destruido un banco en las afueras de la
ciudad. Las fotos que mostraban en las pantallas eran conocidas de Leticia.
Supo que tenía que escapar de su país. Seguro la estarían buscando para
matarla.