Nació en un hogar muy pobre. Su
madre, enferma de los nervios lo dejó abandonado junto al padre. Lo crió como
pudo, buscando encontrar a su amada.
De pequeño hizo tareas de adulto.
Cocinó y ayudó en el pequeño negocio de su “Tata” con tristeza de niño viejo.
Creció muy bello. Era un chico que atraía la vista de mujeres y hombres.
Su padre nunca dejó de buscar a la
mujer que en vida enterró su cariño junto al cuerpo de un hijo que murió de
viruela. La búsqueda fue inútil. Envejeció siendo joven con el sueño prendido
en la solapa como enorme escarapela de miedo. Él, acompañó al anciano, hasta
que buscó huir para encontrar su futuro y abrazar los sueños. ¡Ser actor!
Entró como un simple extra en una
empresa de esas que buscan caras nuevas. Era hermoso e inteligente, las actrices
peleaban por ser su compañero de rol.
Cada mañana se presentaba a un nuevo
estudio de televisión o cine para mostrarse como una pieza de vitrina. Él,
sostenía que el día, ese día, iba a llegar. Y una tarde mientras comía un
sándwich que le había comprado una amiga de academia, se sentó cerca en una
mesa poco frecuentada, un hombre de gris. El sombrero, le cubría gran parte del
rostro; lentes de carey, gruesos y oscuros le daban una ridícula mirada de
cíclope. Ojos gigantes bajo el vidrio de espesor sorprendente. Encendió un
cigarro y levantó la mano al mozo que le trajo una taza humeante de café con
leche.
Cuando ya su comida se estaba
terminando y su hambre no se había acabado, el tipo se volvió y le clavó la
vista. ¡Era un fantoche! Pero Aroldo, no sabía quién era y algo, le ingresó en
el pecho. Lo conocía de algún lado. ¿Pero de dónde?
El mozo se acercó sonriendo y le
dejó junto al platillo, una tarjeta. ¡Era el famoso director de radio,
televisión y cine Waldemar Furlong! Dejó la silla, que casi se estrella en el
piso, pero que con rápido movimiento evitó que cayera. ¡Señor Furlong, usted…!
Le hizo una seña de espanto. Murmuró un insulto y exclamó: “Lo veo mañana en mi
despacho”.
Ese día alquiló un traje formal y
zapatos negros. Se acicaló para la entrevista y partió al suburbio donde estaba
la famosa oficina. Era en una zona alejada del ruido. Caminó despacio tratando
de detener su corazón que como un timbal, arreciaba en su interior con la paz
que le era su mejor aliado. Una discreta puerta en un más escondido edificio
tenía el número del cartoncillo que le entregara el mítico Furlong. Un murmullo
de voces contuvo sus expectativas. Escuchó pasos y una figura femenina abrió
una mirilla de mediano tamaño. Aroldo mostró la tarjeta y se abrió la puerta
con cuidado. La joven, una muchacha sin ninguna gracia, abrió corriendo una
serie de cerrojos que sonaron a hierros herrumbrados, lo invitó a ingresar.
Subió por una estrecha escalera, cuando
la joven se hizo a un lado, un espacio maravilloso lo dejó enmudecido. ¡Pocos
muebles, muchos cuadros de pintores famosos y música que invadía el enorme
ambiente! Le señaló un asiento y salió por una puerta lateral. A él, le
temblaban las rodillas. Esperó un tiempo que le pareció larguísimo, pero
mirando su reloj, fueron menos de veinte minutos. Apareció Furlong, parecía
otra persona. Descalzo, con una camiseta de algodón azul, pantalón de denín y
sin gafas. El cabello le caía sobre los hombros, parecía una mantilla plateada.
Sonrió y le tendió la mano. El saludo breve y a la charla amena de un hombre de
mundo que quería saber de ese muchacho hermoso.
Luego de un verdadero
interrogatorio, le entregó dos libros con guiones y lo despidió sin antes darle
un pequeño golpe en la espalda. ¡Léelos y cuando termines, cuanto antes,
regresa! Y apareció la muchacha, descalza y arreglada de tal forma que parecía
otra persona. ¡Muy interesante y hasta bonita! -¡Mi hija, Abril, mi secretaria
y ayudante! – y salió por la escalera corriendo con los libros apretados a su
cuerpo, dejando atrás una esperanza.
Esa noche no durmió, apenas un
emparedado y una soda y leyó, con entusiasmo y fervor. Una novela de vidas
intrincadas, con sabor a odios y amores heroicos. Ese fue el que le produjo
mayor interés, al otro, lo dejó sobre la mesilla y se durmió. Soñó sin conocer
cuál sería el papel que le tocaría interpretar.
Al día siguiente siguió con el otro
trabajo. Un policial, donde tres agentes de un país en guerra debían sacar a
una familia entre bombas, atentados con misiles y cohetes. Se sintió agotado de
solo pensar cuál sería su papel interpretaría, si el del chofer o el joven
valeroso que conseguía el cometido esperado por la potencia enemiga. Llamó al
celular de Furlong y éste, lo invitó a cenar la noche siguiente.
Esta vez, fue vestido con su ropa. Y
se sintió más cómodo. Lo esperó con un pastel de carne y batatas en salsa de
vino Cabernet. Esa noche hablaron sobre cine. Y supo que desde ese día se
llamaría Wilians Wolney y pasaba a ser el actor principal de las dos obras.
Supo que lo había visto actuar en obritas de poca importancia en teatros a la
“gorra” y comprendió, el maestro, que tenía sangre de “actor”.
Comenzó a estudiar. Noche y día sin
descanso, le permitió hacer dieta y gimnasia para el rol del policía; más tarde
haría de amante de una mujer mayor dueña de una empresa que termina matando a
su marido. ¡Unos papeles interesantes, ya que no se asemejaban en nada!
El cine era diferente al teatro. Se
hacían tomas irregulares, unas veces eran de noche y otras de mañana, en
lugares preparados para una guerra irreal, con escombros y estallidos, y, a la
tarde nadado en una piscina en una mansión con la actriz mayor. La joven Abril,
era como una sombra. Siempre cerca pero lejana, su presencia era la de un
fantasma de carne y huesos, que aparecía cunado su padre hacía una pequeña seña
y rápidamente salía sin ser notada. Algunas noches, salía a tomar una cerveza,
junto al balcón, con los auriculares y leyendo a la luz de una lámpara de luz muy
fuerte.
Llegó la noche del estreno. Las
marquesinas brillaban con los nombres de los actores y actrices. Aroldo-
Wilians era una potencia. Su rostro se dibujaba como un cuadro del setecientos.
La alfombra roja y el flash de cien periodistas lo dejaron impactado. Furlong y
Abril, junto a los otros actores y actrices, con ropas que deslumbraban. Pero
todas las miradas eran para su bello rostro. ¡Era el dios pagano del Olimpo del
cine!
Las películas fueron un éxito.
Cuando salió, mil manos querían tocarlo, acariciarlo y bocas se acercaban
buscando besar al asombrado Wilians. Allí, supo que su vida había cambiado.
Definitivamente. Ya no sería el anónimo desconocido. Aun así, saludaba afable y
sonriente. La vida le devolvía una catarata de piedad por los años tristes y de
enormes sacrificios.
Pasó el tiempo filmando, asistiendo
a los canales de televisión, posando para los fotógrafos como modelo y firmando
autógrafos, con un nombre de “arlequín” prestado.
Se permitió
todo, menos ser necio. Como ganó buen dinero, compró una propiedad austera pero
segura y de calidad. Era “
Muchas bellas actrices lo buscaban
para ser su pareja, él, se alejaba con el pretexto de un gran trabajo. En la
noche, solía sentarse en la terraza con una cerveza y un libro, mientras leía
un guión que le había mandado algún ansioso director de cine extranjero. Y una
noche, se miró, reflejado en el cristal del ventanal y recordó la figura de
Abril. Ella a esa hora, tal vez, estaba haciendo lo mismo. Entró y tomó el
celular; ella le contestó. La invitó a cenar el día siguiente. Ella vino y
nunca más se fue de su lado.
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