El calor desfiguraba con un vapor siestero las paredes húmedas de la
vieja casona de la isla. Ronroneaban los tacurúes en el plantío cercano
trabajando febriles por la cercanía de las tormentas. Las chicharras zumbaban
aplastando los penachos de las brujas que colgaban de los árboles, siniestras
nubes se observaban sobre el horizonte y el bicherío blasfemaba subiendo y
bajando de los techos las pupas y huevos de hormigas coloradas y negras. Ya se
habían comido partes de la madera del alero oeste.
Lisandro se secó el sudor con una camisa vieja. La humedad lo sofocaba
como siempre. Y el ruido de sus pulmones era un fuelle rasposo que gritaba
auxilio. Su médico, el de la ciudad, le había dicho que dejara la isla. ¡Pero
cómo se iba y dejaba sola a Francisca! Hacía veintitantos años que no hablaba.
Ella un día dejó de decir, de hacer, de vivir, de soñar. Era un duende que
deambulaba por la casa y por el jardín como fantasma.
Su madre, la difunta, le había exigido en el lecho de muerte que nunca
la abandonara. Era su única hermana y siempre fue la más débil. ¡Eso creían!
De niña siempre cantaba y saltaba como los grillos en las noches
frescas, subía a los árboles a robar nidos de cotorras o de cardenales. Se hizo
mujer a los trece o catorce y recitaba poemas de Machado y de Neruda, de Lorca
y Alfonsina. Sus largas trenzas de cabello oscuro le coronaban la espalda con
moños de colores jugueteando con sus polleras floreadas y alegres. Creció.
Un día se convirtió en maestra y por ser de la isla, enseguida estuvo en
una escuelita de barro y totora. Los chiquilines, llegaban en botes y chatas
con la ruidosa algarabía de los niños felices. Dio clases desde marzo hasta
noviembre, excepto cuando los ríos crecían y se inundaban las riberas. Cerró el
ciclo escolar con doce muchachos que llegaron a hacer secundaria. Al año
siguiente se presentó un maestro. Era alto, delgado y de piel marfilina. De la
ciudad. Pobre y lleno de misterio. También con ganas de innovar.
Se llamaba Armando Sosa. Tenía manos de dedos largos, bigotes finos y
cabello ralo. El traje gastado y el guardapolvo blanco le daban un aire de
médico de campo, pero era maestro- director en la escuelita. Un cajón de libros
y pocos utensilios eran sus posesiones. El tren lo dejó cerca del pontón donde
lo esperaba el lanchero. Llegó con su mirada profunda y su silencio. Los niños
lo rodeaban asombrados. Él, era la “novedad”.
De trabajar y hablar comenzaron a conocerse; bueno la que más hablaba
era Francisca, que idealizó al hombre. Él, poco expresaba sus ideas. Algo
revolucionario y rebelde para las ideas de los isleños, pero buen maestro.
El día que la invitó a un baile, ella se llenó de amor. Era como la
primavera misma, con su vestido floreado y sus trenzas desarmadas que caían
como cascada de miel oscura y perfumada a “lavanda”. Bailó toda la noche. No
era muy hábil para el tango, pero sí, para el valseado y la chamarrita. A la luz
de la luna le robó un beso y ella soñó. Como sueñan las mujeres sin historia.
Ella comenzó a crear un nido de adoración y habló de boda. El en
silencio sonreía. Ni sí, ni no. Lisandro desconfiado rondaba los momentos
cuando podía para ver en qué se entretenía en maestro. Y cartas iban a la
ciudad y cartas traían en la lancha cada semana. ¡Eso le llenó de desconfianza!
Era el hermano y un día lo enfrentó. ¿Qué son tantas cartas para usted, amigo?
Y el hombre lo miró con sorna. ¡Y nada del otro mundo, amigo! Cuando nos
casemos le presentaré a mi familia a Francisca y ustedes, como corresponde,
dijo.
La madre mandó a hacer un traje de novia y un ajuar, como los de antes.
Acumuló enseres y vajilla. Y sin disimulo preguntó: ¿Cuándo y dónde?
La fecha era un sábado de enero. Todo estaba listo. Vino el padre cura
del pueblo cercano, se cocinó para los isleños y se armó un altar con flores de
mil colores y cintas blancas. A la hora señalada, comenzó a llegar la gente con
sus mejores vestimentas y regalos. Pero…el maestro no llagaba, pasó una hora y
dos y tres y nada.
Lisandro fue a buscarlo y ya no estaba, su habitación vacía. El ruido de
las chicharras y los moscardones, el croar de ranas y sapos en la oscuridad.
Silencio.
Francisca se quedó vestida, con el ramo muerto entre las manos mustias.
Y se quedó muda. ¡Nunca más habló!
Yo recuerdo que pasaba como un fantasma por los corredores de la casa
dormida. Bajo la luna, bajo la lluvia, bajo el sol helado y las nubes calientes
de la madrugada caminaba descalza.
El lanchero un día le contó a mi Tata, “Sepa don Lisandro que el maestro
era fugitivo de la ley”. Lo buscaban para matarlo los gendarmes y la policía.
Era un prófugo…y dicen que un Juez lo sentenció de por vida. ¡Pobre
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