Caminaba por las tranquilas calles de Cartagena. Había soñado toda la infancia y la juventud con este viaje que por fin se pudo concretar. Algo aquí atraía mi espíritu aventurero y afiebrada imaginación. Yo sentía una fuerza singular que me provocaba asombrosas sensaciones cuando soñaba con una ciudad extraña y se reiteraba constantemente ese sueño. Alguna de las cien pitonisas que visité en busca de respuestas, quiso ver una vida pasada en otro mundo. Yo me reía de esas extravagancias propias de mi generación. Nací en la década del 60 y entre hippies y rock, aparecieron los orientalistas con sus ideas nuevas. Pero: ¿Cartagena sería en realidad ese otro mundo? No, yo creo que todos mentían. Estas piedras del fuerte, de las viejas y restauradas viviendas de antaño, son tan sólo una maravilla antigua, digna, que debía disfrutar en estas vacaciones.
Caminé y caminé durante todo mi primer día, compré un vestido de algodón blanco para exorcizar el calor húmedo que se me colaba por los poros. Entré en la calle de Los Siete Infantes alrededor de la media tarde. El olor del musgo de las viejas piedras, de los paredones de las defensas contra los olvidados piratas, llenó mis sentidos de una embriaguez insólita. ¡Yo en Cartagena!
Me sentía libre y nostálgica. Caía la tarde y todo se tornaba de ese tono anaranjado y dorado viejo como un cuadro antiguo, mezcla de los olores violentos del mar y de las flores que crecían en todos los balcones señoriales impregnaban aún más el ambiente haciéndolo más atractivo para mí.
La calle por gastada y por la forma del terreno caracoleaba entre palmeras y jardines. En un recodo de la callejuela y ya casi bajo una semidestruida casa de piedra sentí la presencia. Era como encontrarme con la transferencia efímera pero tangible de un ser del pasado. Me acerqué al portal de reja y " La" vi allí con sus ropas anacrónicas y sutiles. Era una joven de porte altivo. Mulata de rostro anguloso y ojos grandes, ágil, que balanceaba una farola con una luz imperceptible a los ojos menos avisados.
Un cortejo brumoso la acompañaba. Temblé. Los adoquines húmedos, grises y penetrados de helechos salvajes formaban un cuadro que me atrapaban. No me podía mover. El sol había desaparecido y el dorado se había convertido en violeta y un mundo de rumorosas sombras me envolvía. Algo me invitaba a tratar de desentrañar ese raro suceso que me acontecía. Llegué a sentir por momentos el silbido de las balas de arcabuz y el olor de la pólvora que me llegaba desde el puerto mezclada a los viejos olores del miedo. Desde el fuerte sentí apagados gritos de dolor e ira. Me acerqué. Cuando toqué los vetustos hierros del portal una ráfaga helada desdibujó la escena. La esencia del pasado había desaparecido con sus bonanzas y desgracias. Me quedé un instante inmóvil y pensativa. Continué mi camino hacia el hotel. Allí me sorprendió el silencio y la paz que reinaba. Yo estaba agitada y febril.
Apareció el joven encargado del hotel, para preguntarme si el sismo que se había producido hacía más o menos una hora me había provocado algún problema. Yo impaciente respondí negativamente y casi corrí a mi habitación con profundo miedo, dado que continuaba el movimiento sísmico. Caían trozos de mampostería y crujía todo como si estuviera por derrumbarse el lugar en escombros.
En el ventanal que daba al jardín poblado de palmeras y buganvillas coronadas de orquídeas perfumadas, vi una imagen reflejada en el vitral y mi confusión fue verme morena y vestida igual, igual a la joven del jardín que me sonreía señalando la playa.
¿Ahora me pregunto si así nacen o mueren las leyendas?
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