La ciudad desierta y un viento
helado que barre con la basura y las hojas muertas, secas, del otoño. Ahora
resuenan mis pasos como el golpeteo metálico de un raro martillo, en la fragua
arde un fuego rabioso y el sol cae rotundo sobre mi cuerpo endurecido por el
frío. La combustión infame no alcanza a
calentar los músculos doloridos y agarrotados como raíces de acero crudo.
Nadie camina en esta calle de New
York conmigo. Estoy huérfano de humanidad. Cae lentamente como nieve dorada
cada rayo de sol agónico entre edificios vacíos, muertos, abandonados. Estoy
solo y estigmatizado con el sorprendente dolor de la muerte. Cuando llegue el
año 2053 será mejor, pienso mientras camino arrastrando el aliento desolado de
mi conciencia despierta. Nadie escucha el latido de mi corazón y de mis sienes
rotundas.
La ciudad que pulsa está sombría, la peste
cubre cada rincón y cada esquina del sumidero de cemento y hierro. Allá por el
siglo XX, nació el "anatema" de la vida y del amor del hombre. El
SIDA. El destino de la humanidad irreflexiva que se precipitó a un abismal destierro del amor. Yo me miro mis
pobres manos livianas y mi sombra que fluye a mi lado como un confuso tártaro,
es un milagro impreciso que se acerca, es un perro negro semejante a un beso
infernal, negro como chaparrón de antracita
me sigue, ladrando su delito. ¿Quieres acompañarme sombra mía?. Pobre
sombra que es todo lo que tengo y que sobrevive.
La ciudad muerta. La ciudad
crisálida perpleja me envuelve protectora con sus sombras. Mis manos pálidas y
quietas buscan cautivar un espíritu manso, un alma pura y que me ame. Compañía
esperada.
Año 2053 ya arribado, guardián de mi
soledad y mi penuria. Sigo solo.
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