El río está
todo lodoso y siempre las aguas turbias.
Había
crecido con cada temporal que traída el monzón. Las casuchas de bambú, eran
juguetes del viento que arrastraba trozos de selva en sus zonas aledañas. Los
elefantes, algunas veces, se acercaban a su lodo negrusco para chapalear en él.
La matriarca los alejaba barritando.
Ella
conocía esa trampa siniestra. Los campesinos birmanos cuidaban con esmero que
las bestias no cayeran en sus aguas cenagosas.
Esos años
el viento y las lluvias se habían hecho esperar demasiado. Las orillas tenían
el lodo resquebrajado y apenas húmedo. Los hombres no hacían otra cosa que
mirar las nubes esquivas. El calor sofocante invitaba a los paquidermos a
inclinarse sobre el barro. Un pequeño elefante, se alejó de la manada. Atrevido
comenzó a trotar hacia la parte más oscura del río. Las orejas de la matriarca,
se elevaron y un bramido elemental surcó la selva.
Un
campesino corrió tratando de enlazar con una fuerte cuerda al pequeño que se
iba hundiendo. Una estampida de la manada intentó ingresar en el lodo.
Atascado, el animalito, fue tironeado por sus pares y el hombre.
La cuerda
cortó el rabo del infante. Su barrite dolorosa acompañando de los bramidos de
los otros animales despertó al monzón que tiño de sangre el agua.
La lluvia
violenta con su furia, lavó al animal que tiritaba entre las patas gigantes de
las hembras.
A ninguno
debías molestarnos aquella mutilación. El pequeño fue salvado de una muerte
segura.
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