Me
enviaban a la frontera asiática de un país, que si bien apenas era nombrado,
había ingresado en una guerra de indigno genocidio.
El
viaje sería largo y debía prepararme para vivir una aventura, más que un
trabajo. A pesar que estoy acostumbrada a ese tipo de investigación, llevo años
entre trincheras abiertas en zonas literalmente inhóspitas, me cuesta aceptar
algunas visiones de la actividad “humana”.
Siempre
para estos movimientos en vuelos penosos, debo salir de mi casa a las peores
horas de la madrugada. Desayunar en los aeropuertos, cargar las cámaras y
muchos antibióticos. Vacunas, creo que no me falta ninguna. Papeles y mis tres
pasaportes, uno de mi país, uno del país donde nacieron mis abuelos y otro que
me da la Unión Europea.
Ya he tenido que enfrentar varios robos, atravesar cárceles inmundas y conocer
lo que es un secuestro por parte de para militares y guerrilleros. El periódico
paga altas sumas y luego regreso, maltrecha, pero así aprendí a disfrutar de mi
pequeño mundo, mi casa.
Llegué
al aeropuerto y me estaba esperando Mariano Leacheba, mi traductor al idioma de
ese país. Apenas nos habíamos cruzado una o dos veces en la redacción. Parecía
un pato moribundo. Flaco, alto y desgarbado. Sus anteojos parecían la base de
una botella vieja, de carey y metal, brillaban los espejuelos con un arco iris,
una chamarra llena de bolsillos con cien artilugios, parecía que iba de pesca y
no a una guerra.
Nos
dimos la mano, él, recogió las cámaras y le agradecí, pero mi mochila la tengo
implantada en la espalda. No la dejo jamás, me ha sacado de apuro siempre. Unos
minutos más tarde llegó Paulina, la secretaria del diario y me entregó tres
sobres con monedas de varios países, carta a un embajador asiático y otra a un
lama budista de la frontera con aquel país.
Nos
llamaron y debimos apurar el paso, nos quedaban largas horas de vuelo hasta
llegar a Los Ángeles, para hacer trasbordo a una línea asiática. Me dieron esos
insufribles asientos en medio de una fila de cinco pasajeros. Cada vez se viaja
peor. Dejé con dolor mi mochila en el buche del lado izquierdo y Mariano, las
máquinas en el de la derecha. Pronto, cuando se elevó el avión, cerré los ojos
y me perdí en la charla que había tenido con mi ex pareja.
Me
quedé dormida. Me sacudió una mano el hombro, era un joven que reofrecía una
bandeja con comida. Debía pagarla en dólares americanos. Saqué con poca
discreción un billete de cien, tan sólo para molestarlo, y miré lo que traía la
misma. Un pequeño lunch de jamón con ananá, una cajita con una hamburguesa y un
ínfimo helado envuelto en papel plateado. Luego me acercó una botellita de Coca
Cola y sonriendo se alejó para traerle a Mariano una bandeja de primera clase.
Costaba 58 dólares. Pero él, me dijo, “Come bien ahora, mañana no sabrás si hay
comida en nuestro hotel”. Nunca se equivocan.
Al
llegar a Los Ángeles, hicimos aduana y nos transportaron a un aparato de línea
Filipina. Allí nos tocó un buen asiento. El ritual fue exacto. Me volví a
dormir. Pasaron varias horas y una turbulencia nos despertó. Por el alta voz,
nos pedían colocarnos el cinturón (yo nunca me lo saco) y estar despiertos.
Llegamos a Kuala Lumpur, donde nos esperaba el embajador de mi país. Le
entregué la carta y él, nos entregó una serie de planos y cartas.
Nos invitó a cenar en el mismo aeropuerto y
charló con Mariano sobre fútbol americano, rugby y luego hizo algunos
comentarios de la gente que trataríamos. Allí, la ví por primera vez. Era una
“diosa” extraña.
Su
rostro de fina piel oriental, tenía un rarísimo maquillaje blanco en la frente
y azul en las sienes. El cabello sostenido con un turbante de texturas muy
mezcladas en color y forma. Labios bien rojos y sus orejas pintadas de blanco y
amarillo con un plumón negro. Me clavó la mirada. No se si era con odio o
sorpresa. Sentí un escalofrío en la espalda.
Se adelantó al llamado de los altavoces y pude
ver su enorme pollera de seda de varios colores y una chaqueta de piel de
animal salvaje. Advertí al pasar junto a nosotros que llevaba una gargantilla
de calaveras talladas en marfil y plata. Varios anillos con raros dibujos. Eran
enormes y atraían la mirada del público extranjero.
Pasó
en primer lugar al hidroavión que estaba detenido junto a un enorme lago
artificial. Deduje que íbamos a un país donde había que lidiar con el agua. Se
ubicó en un asiento principal. Nos miró fijo y mal. Mariano hizo un rito de
“según me explicó” era de los indígenas de Australia para espantar brujos y
mandingas. No pude dormir. Ella se volteaba a mirarme a cada rato. Yo aparentaba
estar en el séptimo sueño, pero era mentira.
Al
amanecer, el aparato descendió en una isla. Era bellísimo el paisaje. Ella se
estaba cambiando el tocado, se puso aretes de oro muy elaborados y un tocado
alto con plumas negras larguísimas. Me volvió a mirar e hizo una especie de
reverencia. La esperaba un jeep antiguo, pero muy cuidado. Unos jóvenes
ataviados con telas muy rústicas la acompañaron y la escoltaban con lanzas.
Nosotros dejamos la isla y marchamos hacia nuestro destino en un tren que
parecía una pajarera deteriorada.
El
piloto del último hidroavión, nos explicó que era la reina de una tribu muy
importante y dueña de una fortuna millonaria. Le pregunté porqué me había
mirado así… “Señora, su ropa de pantaloncillos cortos, su chaleco y su sombrero
despellejado y roto, la tenían muy sorprendida. Sabía que iba como reportera a
la guerra y eso la horrorizaba”. Me quedé pensando y agregó: “Ella dijo que
usted iba a una muerte segura”. Unas leves lágrimas perdían mis mejillas
mientras miraba maravillada la salida del sol. El tren corría por unas vías que
parecían el resultado de un terremoto, pero era por la guerra. El vagón estaba
sucio, lleno de insectos, en especial moscas que parecían pegadas con caucho
líquido. El paisaje no se disfrutaba, era muy irregular y lleno de polvo, era
un mensaje de tristeza.
Pasaron varias horas en las que mis
piernas se llenaron de pinchazos de mosquitos y mordeduras de quién sabe que
insecto infernal. Mi ropa era un asco. Mi pelo chorreaba sudor y barro. Era
horrible.
De
pronto una manada de “ñúes” se plantó frente a máquina. Se detuvo el convoy y
algunos hombres se apearon. Yo me acurruqué en el asiento de madrea. Apareció
un nativo con rostro feroz y me tomó del pelo arrastrándome por las maderas
astilladas. Caí sobre la tierra pedregosa fuera del tren. Y como por arte de
magia éste comenzó a marchar rápido por las vías haciendo que mi vista las
viera como dos líneas de oro.
Me
habían raptado.