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Todo comenzó
con la internación en el lugar más sórdido de la ciudad. Yo había perdido la
paciencia. Tal vez querer volar era un desafío para otros. Traté de volar desde
la columna de la luz, desde el campanario de la catedral...desde el mismísimo
cielo. No pude. Nunca me dejaron. Mi familia, mis amigos, los bomberos... todos
me impedían volar. Eso era mi sueño. Repetía cada mañana el rito. Me bañaba,
afeitaba, me vestía con el mejor jeen, la mejor remera o el sueter nuevo,
zapatillas de marca. Siempre llegaba al lugar estudiado o elegido. Nada. Algo
lo impedía. Alguien me seguía. Punto. Será otro día.
Entré como si
conociera a cada uno de los hombres que habitaban ese espacio infernal. Ahora
mis pares. Se acercaron algunos, otros gruñían o reían a mi paso. Yo, los
miraba lleno de asombro. Me presentaron al médico especialista " en
vuelos"o nó. Era un hombrecito calvo, con lentes muy gruesos, algo obeso
pero agradable. Lo acompañaba un ayudante enorme. Todos vestían batas blancas o
verde claro. Todos estaban algo sucios. El dormitorio apestaba. El baño...bueno
no parecía un baño, era apenas una letrina oscura, obscena, un asco.
Caminaba
mirando hacia el parque. Quería ver si desde allí podría volar alguna vez.
Nada. Todo era triste. Los árboles y las paredes desnudas sin farolas ni
flores. Vi a otros hombres. ¡ Casi hombres ¡ Mis manos trémulas apretaban la
poca ropa que me dejaron. Me quitaron el cinturón, los cordones de los zapatos,
la radio, la cadenita de oro con el `santito´ que me dio mi hijo. Casi todo me
quitaron. Pero eran simpáticos. Todos reían viendo pasar al médico con uno
`nuevo´. Estaba tranquilo. Sabía que con paciencia lograría que un día me
permitieran volar. Era un sueño. Desde niño quise volar.
Me costó
dormir en esa cama dura y fría. Pero al amanecer reconocí el canto de los
jilgueros y zorzales de la zona. Envidio a los pájaros. Ellos vuelan sin pedir
permiso a nadie.
Un enfermero
me buscó temprano y me llevó con una hermosa joven. Ella era amigable y dulce.
Charlamos un largo tiempo cálido y bueno. Hablamos de mi madre. De mi padre que
apenas conocí. De la escuela en el barrio...hasta de fútbol. Me hizo mil
preguntas sobre el trabajo, los amigos, los compañeros y bueno...también fue hermoso.
Recordamos las películas de Sandrini, de Niní Marshal, de Cantinflas y las de
vuelo. Hablamos de alas delta, de aeroplanos, aviones y cohetes. De éso, sé un
montón, le dije. Cuando me iba al dormitorio, ella, me entregó un libro.
Comencé a leerlo esa misma tarde. La vida de un tal Saint Exúpèry. Él sí
volaba. Me gustó tanto como puede gustarle a un pájaro soñar con aire libre en
una elevada montaña entre las nubes.
Los otros habitantes me seguían. Me acosaban. Hasta que
encontré a Felipe. Él era un tipazo. Había trabajado en el aeropuerto. Sabía de
mi amor por el vuelo. Me escuchaba. A veces no, se sentaba ausente, no hablaba.
Sonreía. A veces le daban ataques de rabia y rompía todo. Pobre Felipe, con los
ataques queda hecho una porquería. Lo ayudaba a vestirse, lo afeitaba, le daba
de comer... Era mi amigo. Los médicos nos tenían cariño. A los dos nos tenían
cariño. Eramos tranquilos, inteligentes, limpios. Hasta que llegó el
"loco". Ese era loco realmente, no se hacía el loco. Creía que era
Jesucristo y bendecía a todos. A veces yo se lo aceptaba, tal vez así lograba
volar un poquito. Quería celebrar la santa misa. Estaba loco de remate. Repetía
el Sermón de la montaña o a los Corintios a los gritos. Los otros le tenían
miedo. Aparte no quería ni hablar de volar...el pobre. Odiaba a los médicos. La
furia le hacía dar fuerte patadas y allí empezaba a blasfemar. Quería matar a
los doctores. Era muy triste verlo. Comenzó a buscar la compañía de nosotros
dos que éramos amigos. Aparte de ser dios, había sido profesor de filosofía,
lenguas muertas, literatura y quién sabe qué otras sabidurías. Pero no quería
volar. Estaba loco. Nos seguía. Hablaba de Van Gogh, Beethoven, Verdi, Da
Vinci...y dale con los genios. Dalí, Chopín, Tchaikovsky, Chaplín era su favorito.
¡ Y tuvo que suceder, era lógico! Peleamos. Él comenzó a hablarme de Darwin y
yo no tenía ganas de escucharlo. Yo, repito, sólo quiero volar, que por otra
parte es algo normal en un hombre pájaro. Le grité que me dejara. Le dije:
"Me tenés abrumado por tanto tabaco, por tanta cultura. Entre saber y no
saber, prefiero..." La pizza"... agregó Felipe" Y comenzó a
golpearnos. Ya no repetía en latín a Homero ni a Virgilio, no. Puteaba que daba
gusto. Vinieron y lo ataron. Por supuesto lo ataron con aquellas vendas blancas
que existen...acá.
Entonces sucedió inesperadamente algo maravilloso. ¡ Felipe me tomó de
la mano y me invitó a volar...!
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