MIRA,
ES
MIRA,
E
Vomitaba un
líquido verde. Un espasmo final y un estertor, dejó a Micaela, con un color
acerado que con el correr de los minutos se fue transformando en cinabrio. En
la mano aun quedaba, apretada y espasmódica, la cuchara de plata con la que
comiera el último bocado de papilla que le trajera Mauro para la cena. Su
debilidad se había acrecentado en los últimos días. Medio cuerpo quedó sobre la
cama y el resto contorsionado en el vacío. La mirada, como un cascabel de
hielo, petrificando un suspiro.
Entró, él, y en movimientos felinos,
arrancó el plato, la copa y todo los utensilios y los hizo desaparecer. Estaba
todo preparado de antemano. Nada fallaría. No advirtió, hasta después, que en
la mano quedó la cuchara asida con extremo esfuerzo para un cadáver. Acurrucó
en el cuerpo, como al descuido, una pequeña botellita con el resto del cianuro.
Comenzó a gritar con la desesperación que atrajera a los otros habitantes de la casa. El dolor y
la congoja parecían auténticos. Lo vieron abrazarse al cuerpo inerte con
desesperación, ella, se enfriaba rápidamente y cambiaba el rictus de dolor por
una inmensa paz. Llegó el médico y dictaminó, confiado, que Micaela, al conocer
el diagnóstico probable, había tomado una trágica definición. Equivocada, por
supuesto, ya que no era un diagnóstico letal ni definitivo. Pasó el tiempo del
velorio y del entierro. Mauro era la
misma imagen del desconsuelo y la tragedia. La casa se fue despoblando de
familiares y amigos, un poco urgidos por la actitud de Mauro otro poco porque
todos tenían que seguir su vida.
Echó a los criados acusando una
depresión inaguantable. El jardinero salió con pesar, ya que las rosas y las
camelias de la señora eran su pasión. Pero “el señor” quería estar solo. La
soledad lo curaría de la ausencia de Micaela.
Luego de organizar la casa a su
gusto, revisando todos los objetos valiosos heredados de la familia de Micaela,
se sentó a disfrutar de ese mundo que el deseaba hasta el delirio. Su origen
oscuro lo obsesionaba. Era codicioso y había escalado con mucha dificultad
hasta allí. Pasó una semana.
Pidió a Chef Bertain un opíparo
menú. Quería disfrutarlo en soledad. Así le trajeron: langosta a la americana
que acompañó con un vino francés, terrina de canard a la cordón blue roseada
con un malbec griego, codornices a la salsa negra que acompañó con champagne Barón B de Môet –
Chandón, helados de pistachio y el mayor
placer fue sacar de la gran vitrina los juegos de la bisabuela de Micaela. Era
heredera de un descendiente del Conde París, únicos descendientes del los
Luises. La porcelana de Sèvres pintada por Gicard, le seducía el juego de
cubiertos de plata y oro de un orfebre de Yorkschire afamado, cuyo punzó
cotizaba en la bolsa de Londres. El cristal de Bohemia era un sonido que
regalaba sus oídos. Era un lujo que él, quería para sí. Lo acarició en todo ese
tiempo de comedia frente a su mujer. Encendió las velas en los enormes
candelabros venecianos, y en el mantel finamente bordado en Brujas, comenzó a
beber y comer al conjuro de la música de Mahler.
Se apoyó en la mesa y degustó con
placer cada bocado. Se acompañaba con su imagen en el enorme espejo del
comedor. El alcohol comenzó a hacer su trabajo. Le pareció que alguien entraba
en la estancia. Recordó que había entreverado la cuchara que halló en la mano
endurecida de Micaela, entre los cubiertos con que había revuelto la ensalada.
¿Lo había lavado? ¿ Acaso era ese el cuchillo que envenenó para completar su
obra? La desesperación comenzó a obrar. En su mano la cuchara tomaba vida
extrañamente se movía de forma inesperada. El cuchillo adquiría un brillo
singular. Transpiraba copiosamente y comenzó a sentir un dolor agudo en la
garganta. El sabor del helado le resultó extraño pero no dudó, ya que él había
comenzado a tener el fermento de los buenos vinos rondando en el cerebro.
Comenzaron las convulsiones, los calambres. Un sudor frío le mojó con una
lluvia finita la frente. Su cuerpo rígido ya no le respondía. Trató de
incorporarse y ya no pudo. Sus ojos estaban rojos, sanguinolentos y
desparramaba una baba verdosa. Un agudo vómito verde cayó sobre el angelical
mantel de encaje. Ya no podía hablar, ni gritar. La cuchara había cobrado
“Vida”y desde allí la figura de Micaela le sonreía. Él se moría y la figura de
“ella” en el anverso del cubierto de plata sonreía, sonreía y él se estaba
muriendo. Se moría. Se moría.
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