Está
enferma, te digo que está enferma...me gritó María desde la cocina refregándose
las manos ásperas en un delantal mugriento y húmedo. No puedo pensar en lo que
sentí. Tenía terror y desconcertada me imaginé sola en la calle sin la Ubaldina. No era sino
mi único pariente. Mi madrina...amiga, madre, consejera y aunque me vivía dando
tirones de pelo cuando yo me encaprichaba, era quien velaba por mí desde
siempre.
Ubaldina,
mujer de color pardo hasta en las encías, ojos grandes de mirar astuto y
rápido, pelo crinudo y arisco como de yegüarizo, boca grande de dientes blancos
que limpiaba con ahínco porque siempre dice que son la riqueza más grande de
una persona.
¡ Si me habré ligado atropellos con su
delantal enrollado cuando me resistía a limpiarme los dientes...! Vieja linda,
alta y magra a fuerza de trajinar lavando ropa ajena en una batea de piedra con
agua helada que nos permitía comer bien y tener alguna que otra alegría. Hasta
un día que ella dijo que era mi cumpleaños, me llevó al cine a ver una "cinta" de amor. La mitad de
la cinta me tapó los ojos porque yo no podía ver algunas porquerías, según me dijo después cuando le pregunté el por qué.
Sólo gruñó sin responderme. Yo amo a la Ubaldina.
Hoy
me corrió con una alpargata por todo
el patio porque rompí el bote del aceite y desparramé con un trapo en el
mosaico para disimular el desastre...y terminamos riéndonos abrazadas en el
piso.
-
¿ Ubaldina... prometé que nunca te vas a morir!- digo, desde mi camita junto a
la suya mientras trato de cerrar los ojos para dormirme.
-
¡ Ahora no, pero algún día cuando crezcas...tal vez...dormite Dalia, que mañana
tenés que ir a la escuela !
-
Te quiero Ubaldina...
-
Yo también te quiero.
La
noche disfraza el miedo y convoca a los espíritus protectores de la gente
buena. Ubaldina y Dalia duermen. Descansan mientras en un rincón de la modesta
habitación un grupito de ángeles cuchichéan sobre el amor de esas dos almas llenas
de nobleza.
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