lunes, 5 de marzo de 2018

UBALDINA...UN PESAR SIN SOLUCIÓN.



            Está enferma, te digo que está enferma...me gritó María desde la cocina refregándose las manos ásperas en un delantal mugriento y húmedo. No puedo pensar en lo que sentí. Tenía terror y desconcertada me imaginé sola en la calle sin la Ubaldina. No era sino mi único pariente. Mi madrina...amiga, madre, consejera y aunque me vivía dando tirones de pelo cuando yo me encaprichaba, era quien velaba por mí desde siempre.
            Ubaldina, mujer de color pardo hasta en las encías, ojos grandes de mirar astuto y rápido, pelo crinudo y arisco como de yegüarizo, boca grande de dientes blancos que limpiaba con ahínco porque siempre dice que son la riqueza más grande de una persona.
 ¡ Si me habré ligado atropellos con su delantal enrollado cuando me resistía a limpiarme los dientes...! Vieja linda, alta y magra a fuerza de trajinar lavando ropa ajena en una batea de piedra con agua helada que nos permitía comer bien y tener alguna que otra alegría. Hasta un día que ella dijo que era mi cumpleaños, me llevó al cine a ver una "cinta" de amor. La mitad de la cinta me tapó los ojos porque yo no podía ver algunas porquerías, según me dijo después cuando le pregunté el por qué. Sólo gruñó sin responderme. Yo amo a la Ubaldina.
            La María sigue dando vueltas con toallas mojadas y agua de azahar con no sé qué yuyos, de la pieza nuestra hasta la cocina y el retrete. Me siento a un lado del fogón y miro una estampa de un santo que está medio chamuscado por las velas que le prende mi madrina y le pido que se cure...¿ qué voy a hacer si me deja? La habitación se va oscureciendo y ya la María no sale de su lado. Entra un hombre de barba blanca y ropa triste. Un caballero...diría mi madrina. La destapa y le pone un aparato brillante en el pecho, en la espalda y en pocos minutos habla con la María bien despacio. Yo no escucho pero me alargo tratando de adivinar qué hacen y qué dicen. Entran dos hombres vestidos de blanco y la suben a un catrecito y se la llevan. La ambulancia sale hacia el hospital. Ubaldina tiene neumonía y la internan hasta que mejore, me dice la María. Me aprieta un dolor espinudo la garganta. Lloro. No me puedo dormir a pesar que la amiga me da unos bocadillos y me acompaña. Lloro. Acurrucada espero horas, días y hablo con Dios, el santo tiznado y hasta con mi madre que murió cuando nací. Pasan semanas. Un siglo. Sigo llorando. Y una mañana entra por la puerta protestando por el desorden y la mugre que he juntado: la Ubaldina. ¡ Está viva, más flaca, pero para mí que aún no cumplí doce, acaba de entrar el Ángel de la Guarda !
            Hoy me corrió con una alpargata por todo el patio porque rompí el bote del aceite y desparramé con un trapo en el mosaico para disimular el desastre...y terminamos riéndonos abrazadas en el piso.
            - ¿ Ubaldina... prometé que nunca te vas a morir!- digo, desde mi camita junto a la suya mientras trato de cerrar los ojos para dormirme.
            - ¡ Ahora no, pero algún día cuando crezcas...tal vez...dormite Dalia, que mañana tenés que ir a la escuela !
            - Te quiero Ubaldina...
            - Yo también te quiero.
            La noche disfraza el miedo y convoca a los espíritus protectores de la gente buena. Ubaldina y Dalia duermen. Descansan mientras en un rincón de la modesta habitación un grupito de ángeles cuchichéan sobre el amor de esas dos almas llenas de nobleza.
           

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