El fuego la hacia sentirse como Dios,
cuando vio el sol; entonces inventó la novela de un amor imposible y
tormentoso. Al alba, descalza caminaba en la nieve esperando la llegada del
soldado que la había escondido en el desván. Cuando el sol comenzaba a iluminar
los árboles y ella recordaba el beso, que como un rayo le atravesó los labios,
de ese hombre desconocido, que podía matarla con el arma que llevaba en la
cintura y sólo atinó a abrazarla, y besarla lenta y silencioso con la boca
oliendo a hierbas húmedas, a setas, a musgo. La envolvió en una capa de color
gris, sucia y rota y subió al altillo y la dejó, quieta y callada, haciendo una
señal de: “No hables, ni grites, ni te muevas” que aceptó inmutable. ¡Pero no
llegaba! Se fue la nieve y siguió esperando. Famélica, sudorosa, aterrorizada.
¿La guerra continuaba a la distancia? Se oían los ruidos de metales que
chirriaban sobre la tierra mojada y los sonidos de balas de todo calibre.
En la sala, cuando necesariamente
bajaba del desván, olía a soledad y a muerte. Pero ella se había propuesto
recuperar ese amor imposible.
Cuando llegaron las tropas,
recorrieron la casa vacía y estaban a punto de salir, cuando un crujido, alertó
a los hombres. El más viejo, miró hacia el techo y con el dedo, señaló hacia
arriba. Un mozo joven, imberbe, subió lentamente la frágil escalera con el arma
lista. Abrió la puerta y encontró a una joven moribunda, abrazada a una capa y
con una carta en las manos que apenas se podía leer.
Amor mío, te seguiré esperando
hasta tu regreso. El muchacho hizo una seña llamando al veterano y éste,
comenzó a trepar lentamente los escalones que crujían con su peso. Ella lo miró
y cubriéndose con el brazo escuálido, la cara, con un sollozo, le preguntó: ¿Ha
regresado mi amado? Y cayó desmayada entre los brazos del hombre.
Nadie se atrevió a tocarla. Llegó
un enfermero y luego de auscultarla, les dijo que le quedaban horas de vida.
Estaba deshidratada y muy enferma. Neumonía.
El rostro de los hombres curtidos
por la vida entre trincheras y hoyos de morteros, se ensombreció y alguna
lágrima rodó por la piel curtida. Uno de ellos, acercándose le dijo:¡Amor mío,
he vuelto! Y la acurrucó en su pecho con olor a pólvora y barro seco.
Ella, se enlazó al cuello y
suspiró. ¡Has regresado! ¡Mira el sol, es fuego que entibiará nuestra casa! Y
se quedó dormida. Le dejaron comida suficiente y remedios y una carta que
decía: ¡Amor mío, tengo que irme, pero debes superar esto y curarte! ¡Volveré a
buscarte!
En el verano, cuando ya los
árboles cuajados de frutos mostraban la vida de la naturaleza generosa, ella
repuesta, vio por el sendero que avanzaba un hombre. Era el joven soldado que
la había encontrado en el altillo, que cumplía una promesa hecha por otro que
quedó en una trinchera cualquiera del horror pasado.
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