La nieve caía lenta y pregonaba un día
levemente más benigno. Dejó de nevar y el sol se abrió solapado entre las nubes
grises. Brillaba el suelo con un albo tan extremo que no podía mirar hacia el
huerto. Una rama se desgajó con el peso de la nieve y cayó creando un caos
ruidoso y móvil. Una malla de blancura hermosa voló por su derredor. Luego,
comenzaron a caer trozos de nevazón tal que se fue acumulando alrededor de
ciertos lugares.
Svetlana caminó sobre la breve alfombra y
observó el camino. No podía ver el recodo por donde tenía que aparecer el
caballo de Igor. Hacía una semana que salió a buscar a Natasha en la estación
del norte.
Se sentó y siguió tejiendo. Cesó el ruido de
caída de nieve. El viento se convirtió en una brisa apenas y breve calentaron
los rayos solares. Pasó un tiempo huidizo y el samovar se enfriaba cuando
sintió los cascabeles del noble “Tizón” por la huella del camino. Su sonido
familiar trajo un grato cambio. Con Igor había seguridad y confianza ante los
imprevistos.
La anciana acercó dos tazas de té caliente y
revolvió el brasero bajo la mesa. Puso pequeños carboncillos en el samovar y
agregó agua fresca para hacer más de ese delicioso té que trajera Natasha en su
viaje anterior. Al ingresar en la casa un aire helado convirtió el ambiente en
una escasa bendición. Luego se entibió y sacándose las capas y gorros, guantes
y mantas, hablaron sobre el viaje y el trayecto, las novedades la ciudad y
aconteceres de algunos vecinos y amigos.
Igor aseguró que la joven esposa esperaba un
hijo. Que llegaría en verano y que estaba orgulloso de la fortaleza de la
muchacha para afrontar ese viaje con el gélido invierno.
La figura de Natasha se deformaba con la
presteza en que se derretía la nieve y aparecían los narcisos y comenzaban a
verdecer los árboles.
Una madrugada de febrero nació Yerko. Era un
bebé robusto que berreaba a todo pulmón para alegría de la abuela y padres. El
cabello cubría todo con un estallido color rojizo y los ojos parecían las aguas
calmas del lago, azul oscuro. Brillantes y profundos cuando se posaban en algo
o alguien. Se alimentaba con desenvoltura y pasión. Era sano.
Fue creciendo con el amor de la abuela que disfrutaba
de cuidarlo y enseñarle a vivir. Las historias fluían de su memoria hacia los
ancestros y la mágica perspectiva de viejos cuentos de su tierra.
La primera navidad fue extraña, el frío impidió
a Igor salir en busca de alimentos para aliviar el clima gélido. La nieve
tapaba ventanas y puertas, que enorme esfuerzo apaleaba cada mañana junto a su
mujer. En un cobertizo “tizón” junto a las ovejas y a dos vacas, se entregaban
un aliento vigoroso y vital. Poca pitanza quedaba y así Igor tentó ir a la
aldea cercana a buscar lo que escaseaba.
Pasaban las horas y no regresó. Dos días después llegó Ivan, un aldeano con el
hombre enfermo. La fiebre devoraba su natural fortaleza. Nada se pudo hacer en
ese lugar lejano y duro.
La casa perdió la pujanza de los brazos del
muchacho que con treinta años había logrado formar un hogar. Svetlana sabía lo
que era perder al hombre, ella despidió a su esposo cuando fue a la guerra y
nunca volvió. Una breve nota que trajo el comisario le anotició su muerte en
combate.
Ambas mujeres no bajaron los brazos y lucharon
para seguir adelante. Natasha, había quedado embarazada y así nació la pequeña
Anusha. Nunca conoció a su padre, pero la vieja le hizo conocer a ese hijo que
se llevó la nieve.
Yerko creció con las habilidades de un bravo
campesino. Hachaba los enormes troncos, agregaba alimento a las vacas y ovejas
y aprendió a montar. La vida no era fácil, pero con parquedad y alegría
vendiendo lana y leche, quesos y mantas que tejían al telar las mujeres
salieron adelante.
-
¿Yerko,
quieres comer un pan recién horneado y tocino?- le invitaba la anciana cada
mañana antes que saliera a realizar las duras tareas de la dacha.
-
¡Ni
loco como eso, si no le agregas unos buenos huevos revueltos!- y reían porque
la abuela guiñaba a la madre sabiendo que ya estaban en el plato.
-
¿Y
yo?- Nada para mí, claro el señor de la casa es el mimado de las dos.
-
Vamos
que perderás esa cintura de abeja reina y no te casarás jamás, decían riendo a
coro los tres.
-
No
me interesa. Además con quién creen que viviendo acá me voy a casar.
-
Ya
te llevaremos a la ciudad, o a la aldea. Allí conocerás a un hermoso “príncipe”
que te abrazará y pedirá tu mano- se burlaba Yerko.
-
Me
conformo con un campesino que sea como tú. Trabajador y bueno.
-
¡Ja
, ja, ja, qué crees que hay dos como tu hermano? – y así pasaban las semanas.
Llegó el invierno y Natasha salió en
busca de un médico para Svetlana, que tenía una tos copiosa y dura. Cuando
regresó la anciana deliraba y costaba hacerle comer o beber. Lucharon contra el
frío y la edad. Sólo la esperanza de ver a los nietos formando una familia,
logró sacar adelante a la abuela.
Pasaron cuatro años y ya al límite,
Svetlana cerró su corazón para acompañar al viejo soldado. Yerko y Anusha,
lloraron copiosamente, Natasha de la mano de su suegra, despidió a Igor para
siempre. Juntos cuidarían de la pequeña familia. En el templo, donde se
despedía a la abuela, Anusha conoció a un vecino que le trastornó el corazón y
supo que la anciana se lo había mandado para que fuera su compañero.
Yerko, se quedó un tiempo con la
madre. Cuando lo buscaron para ir a la guerra, Natasha, lo escondió en el
bosque. No quiso repetir la historia de la suegra. Ahora, después de las
nevadas, lo envió a la aldea, a la feria para que buscara una campesina que
quisiera casarse con él. ¿Y vaya si la encontró! Una robusta y exuberante
muchacha que lo amó hasta que fueron ancianos.
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