jueves, 16 de agosto de 2018

CAPTURÓ LAS SOMBRAS DE SUS IDEAS




            Se burlaba de los escritores jóvenes. Siempre se sintió algo superior. Había soportado a unos profesores en letras que creían ser Goethe, Joyce y Borges en distinto plano intercelestiales. Eran normales y algunos dejaban mucho que desear. Sólo el maestro Sergio Arguiles les había proporcionado un carácter de excelencia a sus producciones.
            Aprendió a escribir con la fluidez de un especialista, pero no se sentía completo. Le faltaba esa chispa de creatividad, de entusiasmo y algo de magia, que veía en los libros de extraordinarios literatos.
            Desde pequeño había leído profusamente desde los clásicos hasta lo más moderno, hasta se había atrevido con los “anti literatos” y una escuela que rompía todos los esquemas lógicos del pensamiento. Se detuvo. Tomó la decisión de irse a vivir por un tiempo a un lugar alejado de la cosmopolita ciudad y serenarse. Tenía que encontrarse con el ingenio mismo, con la pizca de la secreta belleza. Tampoco quería ser uno de esos que por ser  diferentes escribían mamarrachos o copiaban el ritmo o el lenguaje de los buenos.
            Una mañana salió por una de esas calles apretadas de sombra del lugar donde habitaba y vio un breve cartel que invitaba a tomar “Sidra artesanal”. Entró y lo sorprendió todo lo que allí se podía observar. Antiguos carteles de propaganda, raros aparatos de metal y madera que colgaban junto a cacerolas y sartenes de cobre mustios, llaves y candados enmohecidos por el polvo y el tiempo. Y pudo soñar. Se sentó y pidió una “sidra”. Puso el ojo, justo en el lugar donde su mente absurda comenzaba a transmitirle ideas. Pidió al dueño, hombre de cultura dudosa, papel y pluma. Comenzó a escribir con fluidez y hoja tras hoja, fue creando un mundo de misterio. Había encontrado ese destello interior que esperaba.
            Su trazo imprudente recorrió las páginas con una celeridad inesperada. El hombre, se había parado tras él y leía su trabajo. Su cara se fue transformando. De tranquilo despensero a un cantinero iracundo y fiero. Cuando llegó a la página final de la historia la tosca mano golpeó sobre los papeles con furia. Saltaron hojas por doquier.
            Un hilo de sangre completó las páginas que cayeron lentas sobre el piso mientras escuchaba la voz del hombre que le hablaba de su ira con lo escrito. ¡Era una historia verdadera! Mi vida no se la presto a nadie. Dijo mientras lo arrastraba por el pavimento hacia la calle. “Mequetrefe, capturó las sombras de mi alma en pena”. ¡Devuélvamelas!
            Quedó tirado a la vera de una acera que conocía viejas y notorias historias brumosas de astucias para esconderse de la verdad. Lo último que oyó fue: “Al Carnicero de Riga, nadie lo desnuda”


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