sábado, 25 de agosto de 2018

DONADO, EL NOVENO HIJO




            Gaspar era el noveno hijo de una familia de campesinos pobres. Solía ir al mercado en la ciudad en busca de monedas para traerle a su madre. Era corto de palabra. Nunca fue a una escuela por lo que no sabía leer ni escribir. Se detenía a escuchar a los buhoneros que contaban historias en las plazas y calles del pueblo. Cuando regresaba sin darse cuenta había bajado el sol y su padre ya lo esperaba en el recodo del camino.
            El pequeño parecía tener un ángel de custodio, porque a otros caminantes los asaltaban o les pegaban; nunca le sucedió al muchacho. Su madre trató de corregirlo, pero al volver al hogar, que a pesar de ser muy humilde siempre habiía una olla con sopa o guiso de habichuelas, él, se sentaba en un pequeño banco y relataba lo que había escuchado y sus cuentos eran el sabor de la vida de todos. ¡Tenía mucha memoria y gracia! Sus hermanos reían o lloraban según el cuento que contaba.
            Un día se cruzó con él, un anciano hombre de Dios, con su talar de áspera arpillera, atada a la cintura con una tira de cuero desde donde sobresalían las cuentas de un rosario. El viejo, casi ciego, le pidió a Gaspar si lo podía acompañar hasta la abadía en lo alto de la montaña. Y allá fueron. Con paso lento y escuchando el niño el rezo de oraciones que hablaban de un tal Jesús y su madre, llegaron a unas enormes puertas de madera rústica y decolorada por el sol y las lluvias.
            Unas campanas llamaban a otros frailes que en el campo con rudas herramientas trabajaban la tierra. Algunos traían gavillas de centeno, otros zapallos y otros alguna liebre o conejo que estaba en una trampa en el pequeño huerto. Todos vestían igual, con su cabeza rapada y sus manos llagadas por las duras tareas de la tierra. Lo miraron sorprendidos. Ellos no hablaban, su promesa de silencio se los impedía. Solo uno lo hizo. -¿Quién eres muchacho y cual es tu nombre? ¿El padre Tomás te dijo algo sobre nosotros?- y siguió caminando casi sin oír al chico.
            -Lo encontré perdido y me pidió ayuda. Se ve que está ciego o loco, porque habló todo el trecho de un tal Jesús y de su madre… y yo soy Gaspar de Valle Inquieto. Mi padre es Albertino y mi madre Gema. Tengo 10 hermanos, yo soy el más chico. Uno murió de cólera el año anterior a las fiestas de San… no sé cuánto. Era época de sequía. Mi padre trajo agua del arroyo y todos nos enfermamos, pero uno solo murió. Mi madre nos curó junto a una abuela que sabe de yuyos y medicinas.
            Calla, calla niño. Ya es suficiente. Entra un minuto que te daremos una jarra de leche y pan del padre Ramiro. Es nuestro cocinero.
            Gaspar con gran temor ingresó a ese enorme edificio de piedras y barro. Una campanilla sonó tres veces y todos los hombres se retiraron a pequeñas celdas excepto el que hablaba, que lo llevó a una sala donde una gran tabla de madrea oficiaba de mesa. Allí en un tazón de barro cocido, echó leche y cortó un trozo de pan de centeno, lo untó con mantequilla de cerdo y le alcanzó. Él, lo bebió apurado y tomando el pan salió caminando por el largo pasillo hasta la puerta. Abrió y salió corriendo.
            Cuando llegó a la casa, su madre sorprendida recibió el pan que Gaspar traía. ¡Una joya has traído! Hijo de mi alma, es lo más rico que han comido tus hermanos en meses o tal vez en años. ¿Quién te dio esta delicia? Y Gaspar relató su aventura. Todos con los ojos abiertos, escuchaban sin abrir la boca. Cuando finalizó una andanada de preguntas de parte de sus padres y hermanos, le dejó la garganta seca al tratar de contestar.
            Albertino y Gema se miraron, salieron al terrón detrás de la casa y casi sin mirarse dijeron: - ¿Hay que ir a investigar qué es eso? A la semana se prepararon todos y caminaron por donde estaba el convento. Allí, los observaba un clérigo que salió en busca del padre superior.
            Gaspar al ver a su amigo, el anciano ciego, corrió y le besó las manos. ¡Qué sorpresa para el abate! Le acarició la cabeza y le dio un pedazo de zanahoria para que comiera. Dulce regalo en verdad, para el niño. Luego llegó el abad, saludó y los invitó a entrar. Así conocieron el convento un poquito. Las preguntas fueron una tras otra y así les contestaba el hombre de Dios, lentamente se fueron familiarizando con las historias.
            Invitados para ciertos días, siempre después de una charla, les daban huevos frescos, zapallo, miel de abejas y pan para los niños. A Gaspar le regalaron una imagen chiquita de la madre de Jesús y él, la atesoró con alegría.
            Padre, dijo un día quiero ser como ellos.- ¿Cómo quienes? – Como mis amigos del Templo.- No creo que acepten a un niño tan poco instruido. Sentenció la madre. Y una lágrima se corrió por sus mejillas arreboladas. – ¿Padre preguntarás por mí? - Así lo haré cuando vayamos.
            Las campanas redoblaban con enorme alegría esa mañana. Llegó la familia al templo y junto a ellos muchos campesinos que venían de lugares distantes. Una rara ceremonia para nuestros amiguitos y sus padres tuvo lugar ese día. Era la Pascua.
            Al terminar el tiempo de rezos y romería, cuando regresó el silencio y silenciaron el coro en su latín, quedaron en la huerta los padres de Gaspar y sus hermanos. Solicitaron que el niño ingresara como ellos al convento. -¡Tiene sólo once años, dijo el abad!- Es lo que sueña el niño. -¿Aprenderá el Latín y catecismo?- ¡Creo que sí, él tiene muy buena memoria! Sabe relatar todo lo que escucha aquí con puntos y señales. – Bueno, traedlo como “Donado”, dijo el cura.- ¿Y eso que es? – El más pequeño de los clérigos de esta abadía. Lo más inferior hasta que aprenda. Luego irá pasando como una escalera en saberes, peldaño a peldaño.- ¡Acá se queda, entonces!- dijo el padre.
            Gaspar, pasado los años llegó a ser abad en ese espacio de Dios.


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