"Nunca vimos
en los animales de la casa, orgullo mayor que el que sintió nuestra gata,
cuando le dimos para amamantar a una tigresita recién nacida"
Horacio Quiroga.
¡Claro que para mí fue
realmente necesario tomar esa decisión! Como mayor en tamaño y jerarquía tuve
que tomar la organización de la casa. Los sucesos eran imprevistos. El incendio
nos había dejado todo desbaratado. No quedaba ni corrales, ni abrevaderos, ni
siquiera un refugio decente para nadie. Los troncos chamuscados y malolientes
de los grandes eucaliptos parecían gigantes agonizando. Yo también tenía miedo.
Supe desde el principio que todo era difícil. Seguro...si yo hubiera podido
huir, tendría resuelto mis problemas de comida, agua y libertad absoluta. ¿Pero
qué hubiera sido del resto? Cada uno miraba desconcertado hacia un lugar
distante. Por doquier llamas o brasas ardiendo. Hacía como seis o siete meses
que no llovía en la zona. Los vecinos se fueron yendo hacia otros lugares. El
río traía un hilo de agua barrosa, y yo fui buscando por dónde podíamos salir
del círculo hirviente. Ayudé a los más pequeños primero, luego a las
embarazadas, luego a las hembras sin distinción de edad y linaje. Allí todos
éramos iguales. El campo era un horror. Nada quedaba verde. Nada en pie que nos alentara a encontrar
ayuda. Pero firme seguí guiándome por mi naturaleza noble. Para algo uno nace
con inteligencia y distinción. Nunca demostré dudas, ni miedo. Encontré algunos
animales heridos o abandonados. Traté de auxiliarlos dentro de nuestras
limitaciones. Me siguieron algún yeguarizo chamuscado, pero fuerte para la
tarea que nos esperaba.
Así pasamos varios días. Una tarde
comenzó a soplar una leve brisa del sur. Esperanza de agua...me dijo uno de mis
nuevos compañeros de viaje. Miré hacia el horizonte y vi el reflejo de la
tormenta que se avecinaba. Nubes de color blanco con bordes grises, casi negro,
merodeaba los pastizales socarrados. El ruido asustó unas vacas mañosas. Pero
todos esperamos esperanzados el agua. La tormenta fue feroz. Caían rayos por
donde quiera imaginar. El grito de animales salvajes nos ponían los pelos de
punta...sólo eso nos faltaba. Pumas, gatos de las rocas, zorros y jaguares que
trataban de acercarse a nosotros. ¡Claro éramos carnes frescas para su hambre
silvestre! Mi responsabilidad era salvarlos a todos. Subí una pequeña cima,
sobre la llanura y observé un grupo de animales peleando sobre una tigra
herida. Arrojé unas piedras de una patada y cayeron cerca de los carroñeros.
Era tarde. La tigresa había muerto. Una cría pequeña estaba debajo de su cuerpo
destrozado. Los merodeadores daban vueltas cada vez más cerca. Pero como pude
tomé a la pequeña y la llevé hasta nuestro grupo. Allí estaban todos
sorprendidos. Me respetan tanto que nadie opinó. Otro más para compartir el
agua y la comida. Me acerqué a Perlita, nuestra gata que traía sus dos crías
con ella. ¡Son increíbles madres las gatas! De inmediato tomó a la recién
parida entre sus maternales patas. La limpió con esmero con su lengua áspera y
delicada el cuerpo amarillento y húmedo. Algunos animales de la casa se
acercaban a ver cómo era ese nuevo huésped del grupo...que sorpresa les daba
ver a Perlita amamántala con tanto amor. ¡Qué orgullo sentíamos todos! Comenzó
a llover, diría que diluviaba. Eso era lo que esperábamos para que todo
volviera a la normalidad. Pasado el
tiempo, y viendo que ya era prudente, regresamos por el camino andado hacia la
estancia. No fue bonito ver como quedó la casa, pero al vernos, mi dueño, se
abrazó a mi testuz y lloró largamente. Nada le quedaba del campo, pero yo su
"Tordillo" le había salvado a todo los animales del incendio. Hoy le cuento a mis nietos, en
el corral nuevo, cada vez que me rodean y preguntan:
- Abuelo...contanos cuando la Perla crió a la tigra, esa
que después quiso comerse al amo.- ¡Y yo les cuento, es cosa de animales
jóvenes, que le voy a hacer!
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