-¡Man…! ¡Man…! ¿Niña Cuándo vas a
escuchar y hacer lo que se te pide?
-¿Qué, qué me dijiste?
-¿Siempre en el extra mundo! Pareces
una abombada. ¡Manu, tienes pajaritos en la cabeza!
Manu nació en primavera, con el color
de las hojas amarillo verdoso de los primeros brotes; calmo, limpio y suave de
la brisa que desdibuja el frío y alienta con hálito tibio el aire del campo. Manu, pequeñita y frágil. Fue la única
mujer entre ocho varones. Mis padres, campesinos analfabetos y tranquilos, la
recibieron confundidos.
Una fémina entre tanto hombre…éstos,
toscos, bravucones, intensos y arrebatados. ¡No sabíamos cómo tratar a la niña!
Creció como educada por manos
ásperas pero deliciosas. ¡Nunca un grito, una palabrota, un enojo! Cuidada como
copa de alabastro, era un pequeño cristal que se podía quebrar con el más leve
movimiento.
Entonces adiós a los chicos
alborotados, peleadores y groseros. Ya
no peleábamos y sólo afuera de casa o en la escuela y fuera de su mirada que escapaba
hacia el cielo, siguiendo el rumbo de los pájaros. Nunca cerca de su mirada
melancólica, según decía medre, podíamos asustarla.
Cuando comenzó a caminar, todos
detrás de ella para evitar que se fuera de bruces al piso, parecíamos una larga
fila de hormigas…todos atrás. No se puede raspar o algo que se marque en su
piel de azucena. Su piel de seda pálida brillaba por un color de damasco que
maduraba lentamente. El cabello largo y ondulado caía sobre sus hombros con
suaves rulos y caían por la espalda y la frente amplia y serena. Piel con
brillo de fiesta permanente; pestañas largas sombreando las mejillas siempre
rociadas por alguna pícara lágrima que se escapaba de sus ojos grises. Nunca
supimos por qué.
La bautizaron Manuela. Y fue una
fiesta inolvidable. Todos hablan en la feria sobre ese día. Sobre los ricos
dulces caseros y pasteles que hizo mi madre y la madrina.
Así fue creciendo. Subía a un árbol,
en cuya horqueta papá le había fabricado una especie de nido y allí se quedaba
como soñando, horas, canturreando.
Cuando la llamaban a comer o a
dormir no contestaba. Según mamá y alguno de nosotros, tenía pajaritos en la
cabeza.
Un
día, cuando cumplió doce años le dijo a mi hermano Alfredo que en su
cabeza
había un piar insistente de aves. Se moría de risa y curiosidad. Mas, luego,
comenzaron a salir de entre su cabellera
los picos y cabecitas de pájaros de diferente tamaño y color.
¡Y sí, tenía cientos de pájaros en
la cabeza! Como si de eso fuera poco, ya no bajaba del árbol.
Allí se quedó y ahora vuelan a su
alrededor los pájaros más bellos del campo y de la aldea.
¡Manu, realmente tiene pájaros en la
cabeza!
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