Apesta el olor a fritura en la galería. Los visillos dibujan filigranas
sobre el corredor que lleva en damero a los fondos de la casa. Es vieja. Hace
calor y hay humedad. Las chicharras clamorean sus atractivos sexuales buscando
aparearse. Una modorra manifiesta se despliega en los dormitorios. Ventiladores
perezosos desdoblan sus aspas gastadas, con zumbidos de insectos invisibles,
sobre las sábanas de algodón que clarean las sombras. Hay perfume a clavo de
olor, canela y vainilla, mezclado con otro hediondo. Puro sexo. Vómito y
mierda.
Fantino yace semidesnudo bajo el sopor del vino y la cerveza. Ron
y cachaza, noche tras noche, amancebado con las busconas de Puerto Las Palmas.
Un vientecillo suave, mueve las cortinas de una puerta ventana, atrayendo aire
con hedor a río que se entrevera con aromas interiores de la casa. Aire que
espanta moscas y mosquitos que, en la oscuridad sacrifican, con su necesidad de
sangre, la grosera piel del ajumado moreno.
Temprano ha comenzado el ruido de
los carros que llevan la pesca y los mariscos al mercado. Los gritos de los
hombres que trabajan no lo despiertan de su interminable borrachera. Una
gallina atrevida ingresa en la habitación en penumbra y picotea el piso donde
hay restos mutilados de comida derrochada en la jarana. Nadie se atrevería,
como el bicho, a acercarse. Seguramente, un zapatazo sería la respuesta. Sin
embargo Nunila, escoba en mano, limpia el patio de tierra sacándole brillo al
polvo cerca del catre. La cadera sazonada sostiene la enorme falda, de algodón
blanco, que arriscada atesora su cuerpo mulatazo.
Las manos hábiles fabrican, para curiosos y extranjeros, metros y
metros de puntillas en las sombras de la tarde, cuando espera el grito de
Fantino que la llama. Odia esa voz. Odia al hombre. Odia el mundo y a las
hembras que venden su cuerpo a esos machos y al infame gordo alcoholizado. Su
marido. Está siempre tirado, pensando vivir sólo para copular noche tras noche,
incluso contra la voluntad del cuerpo que apenas se resiste. Grotesco. Inmundo.
Nunila fue bella. Morena de ojos claros y larguísimo pelo ondulado
con brillo de perlas negras. Creyó en él. Creyó que la sacaba del infierno
donde vivió hasta los doce años. Del rancho, donde cada hombre era más y más
bruto con el ron o la ginebra en su cuerpo infantil. Estaba allí, ahora, en la
semi oscuridad de la vieja casa que guardaba un secreto. Antiguo caserón con
estirpe de épocas pasadas, donde la riqueza relucía entre los marrulleros
comerciantes que traían oro y plata de las minas del interior. También
esmeraldas y putas.
Cada barco que atracaba era un escándalo en el puerto. Atiborrado
de mujerzuelas y borrachos. Gritos y peleas, que acababan en las zanjas con
sangre de algún infeliz nunca buscado por alguien.. Marginales. Para Puerto Las
Palmas no había una ley y, si la había, nadie sabía cuál era.
Nunila en silencio sobrevivía al horror de todo ese horror.
Callada, cocinaba plátanos fritos, marisco y pescado, arroz con cerdo y
especies. Nunca le dio ni una moneda, el Fantino. Nunca. Sólo vivía de las
manualidades. Pagaba a algunas rameras con los pocos billetes que conseguía de
los extranjeros que en el mercado, se enamoraban de los encajes que elaboraba
con habilidad de maga. Le daba dinero propio a las putas que tenían hijos
criados por abuelas del campo.
El áspero vino fiestero y
el alcohol de caña, lo traía Amancio —socio de su marido— que en realidad era
el dueño del burdel y de hembras robadas con engaño del interior empobrecido.
La casa era de la suegra.
La morena era fiel. Era Nunila la “mujer” de Fantino. Salía, con
el turbante entramado, que escondía el tesoro de pelo que usaba en una ceñida
trenza. Ronroneaba cadencia la pollera suelta que le cubría hasta el tobillo.
Descalza. Seria. No era igual a esas infelices que traían cada noche a la
bullanga.
A veces, se atrevía a los altos, por
la escalera desvencijada y entraba en la gran alcoba de la señora Santina, la
suegra muerta; y abría los cofres cubiertos de mantos de seda filipinos. Se
ponía uno de aquellos trajes de seda que fueron la gloria de la madre de
Fantino. Soltaba la cabellera. La sujetaba con peinetas de carey o nácar; y
usaba los aretes de oro y zafiros que escondidos en un pequeño cajón de la
cómoda, dormían en descanso de tiempo. Se transformaba en señora. En dama.
Caminaba sobre la alfombra de Persia. Se daba aire con el abanico de plumas de
ave del paraíso. El espejo le devolvía un fantasma. Gloriosa su belleza nativa.
Majestuoso su porte de reina. El preferido era el verde agua, con encaje de
Bruselas. Las enormes enaguas de lino aún conservaban la fortaleza del almidón.
Nunila parecía una pintura arcaica de la colonia moribunda. El
cuadro era de otro siglo. De otra vida. Después se desvestía, guardaba su
secreto y volvía al traje de algodón blanco y al turbante. Nada sacaba para sí,
su marido, si la atrapaba, le daría tantos palos como pelos tenía en la cabeza.
La señora Santina su suegra, esa que ella cuidó hasta la muerte y que nunca la
consideró esposa del hijo idealizado, no permitiría su travesura. ¡Si viera a
Fantino! Borracho todo el día, encamándose cada noche con una, dos y hasta tres
mestizas del puerto, cuando ella se encerraba en el dormitorio. Caería en otra
apoplejía como la que sufrió cuando supo que, su finado Evaristo, tenía una
manceba con nueve hijos por ahí, en las afueras del Puerto. Hijos que, por
supuesto, hizo desaparecer sin recelo de la zona pagando a unos matones sin
escrúpulos, antes de caer en esa inmovilidad que la desquició.
Después, con el tiempo, la mulata
tomó por costumbre pararse frente al cuadro de doña Santina para hablarle. Como
le charlaba en el lecho, mientras le curaba las escaras evitando que se
infectara. El calor era una molestia que irrumpía a destajo con toda clase de
bichos, casi invisibles, que picaban y mordían la piel dejando heridas.
¡Insectos infernales!
Otras veces, cuando le daba
de comer, la madre se negaba a abrir la boca y algunas lágrimas corrían por su
piel lechosa. Ella, con un pañuelo secaba una a una y le acariciaba la frente.
Igual, nunca la quiso. Nunca devolvió un gesto, una palabra, nada. Nunila,
bella mestiza, era hija incestuosa, tenía madre-hermana, negra y el padre
blanco y borracho empedernido de ojos claros. Por eso alardeaba la mujer de los
propios. Eran de cielo cambiante y, según se avecinaba una tormenta, mutaban en
destellos tentadores en una mirada profunda. Un día en la feria, tropezó con un
hombre que le dijo: ¡Hembra tienes ojos
de mar tormentoso! ¡Sí que eres bella, serías mía si te atrapo! Huyó,
dejando abandonada la cesta con la compra, sobre un mesón de madera en la
calle.
Provocada por la seducción de las palabras escuchadas escapó. El
hermoso extranjero trató de atraparla, corrió, pero lo evitó desapareciendo
entre los callejones malolientes del puerto. Después, lloró su destino. Entre
los paraísos en flor, lloró su suerte.
Al regresar una mañana a la casona,
un grupo ruidoso de gente; entre ellos dos vecinos que siempre la codiciaron, y
Amancio la esperaban. Algo extraordinario había ocurrido. Fantino salió
gritando por la calle. Cayó como partido por un rayo en las piedras mugrientas
de la acera. Balbuceó algo. Una espuma blancuzca le burbujeaba entre los
labios. ¡Nunila ayúdame! ¡Santina vino a buscarme! ¡Mamaaaaá! Luego,
dando un revolcón en tierra, quedó sin conocimiento. Los ojos en blanco y uñas
amoratadas como los labios. Fue lo último que se vio en él, antes de que se
hundiera en la perplejidad de la muerte.
Nunila con el señorío y silencio de
siempre, redujo todo a un sepelio corto. Sin ruido y sin llanto equívoco. Pocos
conocidos fueron para acompañarla. ¡Mejor!
Despachó con fiereza a prostitutas y
al Amancio. Los parroquianos salían disparando cuando les tiraba con lo que
tenía a mano. ¡Vuelvan a sus mujeres! Les incitaba. ¡Vuelvan a ser hombres de
verdad!
Una semana más tarde, limpió la
casa. Pintó con cal cada habitación, lavó y cepilló ventana por ventana, mueble
y piso, dejando que la luz de la vida regresara a la vivienda. Se transformó en
la dama que soñó ser. Con la tela de los vestidos de doña Santina se hizo ropa
a la moda de la época, se adornó el cabello con aquellas peinetas de la difunta
y habilitó el salón, para que allí, se aprendiera a fabricar encaje. Pronto,
las muchachas de otros barrios llegaron para aprender. El murmullo de las voces
juveniles, le cambió el estilo a la zona.
Un atardecer, estaba sentada Nunila
en la galería, cuando vio que bajaba por la escalera misia Santina,
resplandeciente con el traje de seda amarillo pálido, le tomó la mano y dejó en
su palma una caja llena de joyas, que nunca supo, ni Fantino, que existían.
Luego, le dio un beso en la frente y salió por la galería desapareciendo para
siempre entre los jazmines.
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