La nieve caía como un mantón de suspiros helados. Cubría con
sus sueños de hielo el techo dormido de la cabaña. Los pinos, rato a rato, se
desperezaban descargando sus vellones de plumas de garza blanca. ¡Un ruido
desgajaba las ramas sobrecargadas, fomentando la huída de los pájaros que se
abrigaban entre sus pinochas!
El sonido que provocaba el viento entre los tablones de la
casucha repetía el eco doloroso del invierno.
Lorena dejó el telar, los vellones caían domesticando sus
colores, espejando los leños en el hogar. El olor acre de las ramas secas
penetraba el pequeño ambiente. El niño dormía enroscado en la cola de “Cope”,
ovejero alemán, que ya viejo, arrastraba las paletas traseras reumáticas y
doloridas. Tejer era una forma de espantar la soledad y el miedo.
A lo lejos se escuchaba el aullido de las jaurías salvajes
de lobos y perros, que merodeaban en busca de conejos o aves, que pudieran
refugiarse en los corrales.
No eran tiempos de olvidos. Alerta, Lorena, afinaba el oído
y los sentidos a los sonidos que disparara el bosque.
La yegua pateaba en el pequeño corral cubierto que Mauro
había reparado en ese verano. La parición de “Marga”, era importante para el
trabajo de la pequeña parcela. En cualquier momento, se escucharía el relincho
peculiar del animal. No iba a salir a socorrerla. Mauro no tardaría en regresar
y ya tenía preparado el aparejo para ayudar al potrillo en la parición.
La marmita con un caldo grueso y poderoso, borboteaba entre
las brasas. El perfume de hinojo, laurel y ajo, competía con el de la
leña. Sintió un cosquilleo dentro de su
vientre. ¿Era hambre o se movía un niño dentro de su cuerpo? ¿Otro hijo?
La cosecha no había sido buena, la venta magra y el pago
nulo. El huso se cayó de su regazo y cuando se agachó, sintió un dolor agudo
que fue momentáneo pero que despertó mucho miedo en Lorena.
Nevaba y la ventisca llenaba la zona de gélidos capullos
blancos que se acumulaban irremediablemente sobre la casucha. El niño lloraba.
La mujer se detuvo y trató de abrir la puerta, tuvo que hacer mucha fuerza y al
fin, vio la silueta de su amado Mauro entre las ráfagas. Cuando se acercó el
rostro rígido y amoratado la sorprendió.
Escuchó el grito: -Voy al corral…- y se metió de lleno al
cobertizo donde la yegua intentaba parir. Los relinchos y coces aumentaban.
Prendió al niño a su pecho para que mamara y dejara de llorar.
Cuando ingresó Mauro a la cabaña, cubierto de sangre y
estiércol, su rostro se deleitó en el olor familiar de la cocina y de su vida
hogareña. –Ha nacido un potrillo… es sano y ya está en pie. Se tiró en el viejo
sillón y abrazó a la mujer. Afuera había dejado de nevar y el viento amainaba.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario