EL AMOR
INCREÍBLE
Solange no se llama Solange. Se
llama Rosa María. Nació pobre, pero hermosa. La madre la preparó para ser una
mujer dominante y con poder.
Así vivió desde pequeña.
Cuando cumplió la edad de presumir, la mandó a casa de una tía lejana, muy
adinerada, de la capital.
Luego, esa pariente la refinó, le
enseñó inglés y francés y la presentó en sociedad. Pasó a ser la muchacha más
amada y odiada del ambiente. Los jóvenes se acercaban para conquistarla, apenas
la veían. Las otras jóvenes de élite no podían competir con ella.
Bella, la mujer descendió del avión.
Sus largas y bellas piernas se contorneaban sobre la alfombra roja y los
tacones de aguja, hacían piruetas para evitar una caída sobre el breve camino.
La brisa insufrible batía el ala del sombrero que sostenía con gracia entre sus
dedos finísimos de uñas esmaltadas. La envolvía un velo de gasa que cubría el
pantalón de seda tai. Sin un gesto que mostrara, de modo alguno, el disgusto
que le producía ese vientecillo que le quitaba exquisitez, siguió recorriendo
el corto espacio que la separaba de la sala VIP.
Era una reina. Era Solange que llegaba para encontrarse con el
marido. Él había concretado ya, unos días antes los negocios, por los que
ingresaban miles de dólares en sus cuentas bancarias.
Un apuesto guardaespaldas traía
consigo el abrigo, su bolso de mano y los documentos. Nunca hacía trámites de
inmigración. Siempre tenía al secretario o al custodio de turno, para que le
prestara asistencia. Tomaba un refresco o café según, el clima del lugar y la
hora en la que la atrapaba el viaje.
Un coche esperaba para
entrar en la ciudad donde se alojaría por unos días. Su amado Gastón, la
aguardaba en el hall del hotel que había elegido. Siempre optaba por una suite
cinco estrellas.
Los vidrios polarizados, no le
permitieron ver que atravesaba una zona mísera y vulgar. Luego de varios
minutos de carretera, ingresaron en un parador. Esta vez no era muy lujoso,
sino una especie de cabaña cerca de un lago artificial. Enormes árboles de
roble, pinos y sauces, se mecían entre los cerros que armaban una corona
vegetal, protegiéndolos de la vista de extraños. Bien ambientado, el pequeño
refugio, semejaba una cabaña del Tirol. Pero estaba en Sudamérica y en el país.
Solange abrazó del cuello a Gastón,
quien pudo sostenerla sin antes quejarse de su excesiva demostración de afecto.
Frente al personal de servicio era inapropiado. En silencio, se compuso y le
expresó que extrañaba su presencia ya que, después de la ausencia, había tenido
varios compromisos que le produjeron angustia y el psiquiatra le había
aconsejado el encuentro en ese rincón. Gastón sonrió y le hizo un mimo extra.
Al retirarse el guardaespaldas, la tomó en brazos y la llevó hasta un sillón
junto a la chimenea y fue sacándole la ropa. El cuerpo estilizado y frágil, de
piel clarísima, quedó de un ampuloso color rojizo frente al crepitar del fuego.
Con el ardiente solaz del amor se durmieron abrazados.
Breves paseos por los alrededores le
hicieron disfrutar un clima inesperado. Fresco, pero con un sol radiante, el
aire le dejaba la tez seca. Para Solange, según su estilista, era malísimo, por
lo que Gastón, contrató a un grupo de masajistas y personal especializado en
cuidar a su mujercita. Llegaron con un
gran bullicio y alegría, pero pronto el celoso mutismo de Solange los hizo
aquietar.
Cada mañana se bañaban en la piscina
de agua termal, más tarde venía un desayuno preparado por la dietista y una
larga caminata, que dejaba a la pareja predispuesta al diálogo. Así comenzaron
algunas discusiones propias de un matrimonio que tiene poco para hacer y mucho
para disfrutar.
Gastón sentado en la terraza, que se extendía frente al lago,
permanecía ratos en silencio. Hablaba por celular cuando su mujer estaba
distraída. Luego, inventaba alguna excusa y salía en el Porche rumbo al pequeño
poblado con minúsculos pretextos. Siempre volvía con un regalo, chucherías, ya
que el lugar era bastante olvidado y apático.
Solange sentía que algo andaba mal. Llegó una nueva terapeuta y
sus masajes fueron originales. Llenaba la bañera de mosto o vino blanco y
tinto. Le hacía permanecer media hora inmersa en esa pasta viscosa.
Después, con las manos
enguantadas en fino látex, comenzaba a masajear desde los dedos de los pies
hasta la cabeza y se detenía en el cuello. Con suaves movimientos y presiones
hacía su tarea. Agregaba una charla amable sobre temas que despejaban la mente
de Solange.
Al tercer día, la hermosa
Solange, comenzó a sentir mareos. Cada tarde un sopor doloroso le daba espasmos
en piernas y brazos. Perdió el apetito y al ingerir alimentos sentía nauseas.
Al quinto día, tenía una visión deficiente y se mareaba. Gastón preocupado le
sugirió ir al pueblito por un médico. Solange se negó y prefirió que el galeno
se acercara al hotel.
Llegó un hombre mayor, con signos de ser alcohólico y cuya traza
impactó negativamente en la enferma. Lo despidieron sin más y decidieron
completar los días que quedaban de descanso, pero hicieron regresar a la
capital a todos los empleados contratados. Sólo quedó la terapeuta, por las
dudas que Solange no se sintiera bien. Así, cada día, cuando salía de su baño
de vino y mosto, su cuerpo estaba más y más dolorido y su mente confusa.
Tan mal la veía el joven
guardaespaldas, que comenzó a preocuparse. Trató de hablar con Gastón quien,
sonriendo agradecido, le explicó que debía ser por algún alimento que había
consumido en mal estado; o por el clima. Débil, la muchacha, ponía mucho empeño
en hacer de la estadía algo agradable y feliz. Cada vez se sentía peor.
Una mañana, al séptimo día, al tratar de erguirse de su lecho,
cayó sin conocimiento. La mujer que la vestía y le hacía masajes, la levantó en
vilo y la trasladó a la terraza. Allí el aire puro y el sol, le dieron un poco
de fuerza, Solange pidió el teléfono y por primera vez en años, habló con su
anciana mamá. Ésta sorprendida, al escuchar la voz casi imperceptible de la
hija, se desesperó. ¡Su reina estaba enferma!
Hablaron mucho. Hablaron
todo. Casi fue un encuentro de hermanas. La madre le pidió que observara cuanto
ocurría a su alrededor. Le sugirió que su esposo podía estar haciendo algo
dañino. Solange rió a carcajadas. ¡Gastón la adoraba!
Hacía unos días, le había regalado un auto flamante de marca
afamada, había tomado dos seguros altísimos, para cubrirla ante cualquier
contingencia, que le permitirían vivir siempre como lo que era, una reina.
Si llegaba a sucederle algo, Gastón, también cobraría una pequeña
fortuna. Y además había invertido, para ella, en dos cuadros de un pintor
llamado Kandinsky, famoso en New York.
A su joyero ya no tenía nada interesante para comprarle y hasta
había ido a Italia, para que adquiriera la indumentaria de invierno en Módena,
a un nuevo creativo que hacía furor en París en el mundillo de la moda.
La madre quedó en silencio y le recomendó que se cuidara. Ambas
dijeron todo el amor que guardaban y Solange se despidió, prometiéndole que,
cuando regresara a la capital, la buscaría para compartir un viaje a Madrid.
Esa tarde, después del baño de mosto
y vino, sintió un ardor enorme que le penetraba la piel, se desmayó y entró en
coma. Tenía los labios de suave color morado, los ojos de tono rojizo. La piel
verdosa le daba el aspecto de un fantasma. A las dieciocho y treinta, tuvo un
estertor y su corazón se detuvo.
Gastón le entregó a la mujer de los
masajes, un cheque por doscientos mil euros y dispuso que la llevaran
incinerada a la capital.
Los restos de vino y el
mosto en la bañera, fueron limpiados escrupulosamente por la masajista.