Se burlaba de los escritores
jóvenes. Siempre se sintió algo superior. Había soportado a unos profesores en
letras que creían ser Goethe, Joyce y Borges en distinto plano inter celestiales.
Eran normales y algunos dejaban mucho que desear. Sólo el maestro Sergio
Arguiles les había proporcionado un carácter de excelencia a sus producciones.
Aprendió a escribir con la fluidez
de un especialista, pero no se sentía completo. Le faltaba esa chispa de
creatividad, de entusiasmo y algo de magia, que veía en los libros de
extraordinarios literatos.
Desde pequeño había leído
profusamente desde los clásicos hasta lo más moderno, hasta se había atrevido
con los “anti literatos” y una escuela que rompía todos los esquemas lógicos del
pensamiento. Se detuvo. Tomó la decisión de irse a vivir por un tiempo a un
lugar alejado de la cosmopolita ciudad y serenarse. Tenía que encontrarse con
el ingenio mismo, con la pizca de la secreta belleza. Tampoco quería ser uno de
esos que por ser diferentes escribían
mamarrachos o copiaban el ritmo o el lenguaje de los buenos.
Una mañana salió por una de esas
calles apretadas de sombra del lugar donde habitaba y vio un breve cartel que
invitaba a tomar “Sidra artesanal”. Entró y lo sorprendió todo lo que allí se
podía observar. Antiguos carteles de propaganda, raros aparatos de metal y
madera que colgaban junto a cacerolas y sartenes de cobre mustios, llaves y
candados enmohecidos por el polvo y el tiempo. Y pudo soñar. Se sentó y pidió
una “sidra”. Puso el ojo, justo en el lugar donde su mente absurda comenzaba a
transmitirle ideas. Pidió al dueño, hombre de cultura dudosa, papel y pluma.
Comenzó a escribir con fluidez y hoja tras hoja, fue creando un mundo de
misterio. Había encontrado ese destello interior que esperaba.
Su trazo imprudente recorrió las
páginas con una celeridad inesperada. El hombre, se había parado tras él y leía
su trabajo. Su cara se fue transformando. De tranquilo despensero a un
cantinero iracundo y fiero. Cuando llegó a la página final de la historia la
tosca mano golpeó sobre los papeles con furia. Saltaron hojas por doquier.
Un hilo de sangre completó las
páginas que cayeron lentas sobre el piso mientras escuchaba la voz del hombre
que le hablaba de su ira con lo escrito. ¡Era una historia verdadera! Mi vida no
se la presto a nadie. Dijo mientras lo arrastraba por el pavimento hacia la
calle. “Mequetrefe, capturó las sombras de mi alma en pena”. ¡Devuélvamelas!
Quedó tirado a la vera de una acera
que conocía viejas y notorias historias brumosas de astucias para esconderse de
la verdad. Lo último que oyó fue: “Al Carnicero de Riga, nadie lo desnuda”
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