Buscó desesperada un
teléfono público en el barrio. Miraba por tras su hombro esperando que él, la
vendría a buscar y la arrastraría a la casa. Nadie caminaba a esa hora por
allí, pero se sentía perseguida, observada y esperaba otro castigo.
Se casó enamorada y
como joven sin experiencia, ciega a los pequeños tic que le había mostrado él. No hables con las vecinas. No quiero ver a
tu familia cerca. Esas taradas de amigotas que tenés ni que se acerquen.
Se casó con el vestido blanco de su
madre que lloraba intuyendo cómo era ese hombre. La llevó a vivir en una casa
de campo. Solitaria y a los nueve meses tuvo el primer niño. No permitió que la
atendiera un médico y su familia sólo la pudo ver una vez. Al año tuvo a la
niña. Todo era igual o peor. Un día que la encontró hablando con la hermana, le
arrancó el teléfono y le dio un golpe que la derribó. Desde ese día arreciaban
los golpes, los puntapiés y los insultos. Luego venía con flores y chocolates.
Pedía perdón llorando y ella, incrédula aceptaba que él, era así.
Llegó el tercer hijo y
él le dijo basta, ahora no tendrás más chicos. Y usó cuanto método conocía para
evitar un nuevo embarazo. Pero, seguían los porrazos y peleas sin fin. Los
chicos crecieron viendo a su madre con los ojos morados, hinchada la cara o un
hueso entablillado.
Cuando tuvieron edad,
él, los llevaba a la escuela del pueblo. Los dejaba y los retiraba, las
maestras no entendían cómo nunca aparecía la madre. Limpios, bien arreglados y
educados, no había nada reprochable.
Ella exploró cómo podía
ir al pueblo cuando él, no estaba. Logró caminar atravesando un pastizal y
llegar a una placita. Allí vio que había un almacén, una estación de venta de
gasolina y una tienda. Observó cuidadosamente para ver si había una cabina de
teléfono. La vio de lejos. Corrió y llegó a tiempo para que no se diera cuenta
que había salido.
Esperó pacientemente el
día. Armó en una mochila un pequeño bulto con los documentos de los chicos y
los suyos. Algo de ropa. Poca para que no se notara que faltaban prendas.
Cocinó huevos frescos de gallina y los guardó envueltos en una pequeña toalla
húmeda. Esperó hasta cierta hora y salió corriendo por el pastizal hasta la
estación de gasolina y pudo hablar por teléfono con su padre: “Papá por favor
vení a las once en punto a buscarme a la puerta de la iglesia del pueblo; es de
vida o muerte” y colgó. Corrió hasta la casa. A las diez de la mañana salió
rumbo a la iglesia del pueblo, siempre caminando rápido. Vio el coche de su
padre parado en la esquina. Buscó a los chicos, que asombradas las docentes, le
entregaron de inmediato cuando ella les suplicó: “No le digan nada al padre por
ahora” y como las maestras vieron los moretones se dieron cuenta que era una
mujer maltratada. Además la niña había contado llorando a su maestra cómo le
pegaba el papá a su mamá. Salió corriendo, subió al coche y raudos escaparon
del lugar.
Al día siguiente llegó
la policía buscando a su familia el esposo. Ella con sus padres ya habían
pasado por el juzgado, demostrando frente a un médico judicial, el maltrato.
Ahora la dulce madre
con sus niños viven a cientos de kilómetros de ese hombre que no supo amar a su
esposa e hijos.
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