Había una marcada
oposición entre Yolanda y el padre. Ambos sentían aversión por la sociedad,
pero mientras el hombre amaba el dinero, la fama y el poder; Yolanda sólo
quería ingresar a un convento como Carmelita Descalza. Escapar a su realidad.
Del horror.
Las discusiones
cotidianas penetraban como púas en cada acto que acontecía. Un bocado era
ácido, un bocado era veneno. Cada gota de líquido que se bebía en la comida
cotidiana era un trago amargo. Lágrimas se mezclaban con el vino y con la
leche.
Yolanda, obligada
a tomar por esposo a un pomposo joven de la casa lejana, sólo lograba agregar
una fortuna al apellido de su padre. Apellido pálido de honor y credibilidad
familiar. Ella, sollozaba en los rincones del helado caserón. Llegado el tiempo
de la boda, su nodriza rebuscando en los arcones, que aportó la madre de la
joven mujer, encontró tres cosas singulares: el traje de bodas, un cuaderno de
notas y una caja azul con cerradura hecha por orfebre y sin la llave maestra
para abrirlo. Todo oculto en los desvanes del alto, bajo la mansarda del ala
norte. Los tules, encajes y sedas de un amarillento cobrizo, parecían hacerse
eco del desprecio a los sentimientos que representaban a los ojos de los
hombres. Allí sólo importaban las propiedades aportadas a la joven novia., que
pasarían a poder del padre. La pequeña
figura de Yolanda enfundada en ese vestido era un sueño inédito en la memoria
del padre. Un respingo malicioso en su mirada fue la respuesta a la apariencia
fantasmal de su hija.
La ceremonia fue
modesta, junto a los criados, que ya ancianos llorisqueaban viendo a “su” niña
así, fueron los inapreciables testigos de la infamia, como siempre. Los
familiares del novio, eran una extraña manifestación de mal gusto y torpeza
social. ¡Nuevos ricos! Gente que había logrado fortunas con las plantaciones de
café, algodón y tabaco en América. Esclavistas, que arrastraban a pobres
africanos de sus costas a trabajar como animales en las tierras extrañas. Nada
más lejano que los sueños de Yolanda. Cuando vio al muchacho que sería su
marido, le tranquilizó la mirada limpia en unos ojos negros sin escondrijos.
Él, aportaba dinero, ella un apellido conocido para los bancos de Londres y
América del Norte, donde enormes cultivos llenaban de oro las arcas de los
avaros.
Hicieron un trato
amable. Su vida transcurriría como si fueran hermanos hasta conocerse. Todo
oculto a sus progenitores. Compraron una propiedad cercana a la casa paterna de
Yolanda. Estanislao, cumplía ampliamente con la palabra de dejarla hacer tareas
caseras y llevar alivio a los desposeídos de la zona, a pesar que era mal visto
por los padres de ambos. Así se fueron haciendo amigos. Compartían largas
pláticas y ensoñaciones frente a la chimenea o a los viejos robles en las
noches cálidas de verano. Pasó un tiempo en que se descubrieron y se amaron
como todos esperaban. Nació un pequeño que llamaron Godofredo y luego una niña
que llamaron Célica. Transcurrió un tiempo y la muerte traspiró cerca de ambas
familia entre los mayores que creyeron se habían cumplido todos sus anhelos.
Era un tiempo de espera para la pareja.
Así, ya dueños de
sus deseos, viajaron hacia las plantaciones de América y descubrieron que la
crueldad del hombre es mayor a lo imaginable. Hambre, golpes y enfermedad
abrazaba a los trabajadores, muchos de los cuales habían muerto por el maltrato
y los sacrificios físicos y mentales. Una guerra se avecinaba. Estanislao y
Yolanda decidieron darle la “libertad” a su gente, pero no era fácil para aquellos
la subsistencia y casi todos se quedaron. La hacienda crecía de otro modo.
Habían cobrado muchos enemigos que no tardaron en crear verdaderos caos en las
plantaciones. Quemaron la cosecha y mataron a los infelices.
Una noche, frente
a una descarga de proyectiles que atravesaban el plantío, Estanislao salió con
su arma a defender a su gente y recibió una descarga de trabuco, muriendo en el
acto. Huyeron los misteriosos homicidas. Yolanda lejos de amedrentarse, luego
de enterrar a su querido amigo, continuó con la vida. Célica, ya adolescente
ayudaba a su madre, que rápidamente envejeció por la pena. Una noche
discutieron por la necesidad de Yolanda de dar amor a los desposeídos. Célica
no comprendía a su madre. Las palabras hirientes dejaron débil a la mujer. –¡ Tú y tu manía de regalar el esfuerzo de
mi padre… nadie en plena guerra te da nada, ya no queda alimento en las
alacenas y el campo está arrasado. Eres injusta con nosotros, eres indiferente
y egoísta. Tu sola esperas ser reconocida como si fueras un ángel, pero eres
pérfida y malgastas nuestro futuro…!- gritó Célica en la cena. Yolanda se llevó la
mano al pecho y cayó desgarrada de dolor sobre el plato de comida. Su cabello
gris, mimó el trozó de pastel que comía. Godofredo corrió y transportó a la
madre al lecho. Allí suplicó a su ayudante le trajera la caja azul. De entre su
corpiño extrajo una pequeña llave. Se la entregó a los hijos.
Célica y su
hermano buscaron auxilio en un médico, que llegó presuroso, pero tarde. Pasaron
las ceremonias y los días. Luego, en un descanso abrieron la famosa caja azul.
Allí junto al cuaderno donde explicaba el horror de la vida que había vivido su
abuela, estaba la verdadera historia de Yolanda. Juntos lloraron. Abrazados los
hermanos comprendieron… y se prometieron vivir de acuerdo a ese sueño de sus
padres.
-
¡ Godofredo, después de haber abierto la caja azul, pude
perdonarlo todo!.”- nadie que soportara tanta humillación y horror en su vida
pudo ser tan buena. – ¡Mira acá está el extraño aparato con que el abuelo torturaba
a la abuela y a mamá!.- muestra Godofredo. Un momento de doloroso silencio se
produce entre ambos. El horror se marca en sus rostros. Afuera se agitan las
flores de magnolia que tanto amaban sus padres, impregnando de perfume el
salón.
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