martes, 20 de octubre de 2020

EL COMPADRITO


             Nació como según se dice: en cuna de oro. Su padre estanciero, su madre con apellidos para hacer un legajo real. Un bebé de portada de revista de moda. Sexto hijo de una pareja despareja y sombría, pero que aparentaba felicidad. Los tres primeros eran unas niñas que no tenían el glamour que se esperaba de esa gente. Los dos varones que vinieron después, mellizos, eran morenos, de ojos negros y tan diferentes al padre que se murmuró que no eran del patrón, sino del chofer. Tenían una berlina que los llevaba a la iglesia o a la ciudad. Siempre acompañados por la nana, una matrona rubicunda y alegre que le cantaba canciones en francés.

            Lo bautizaron Luciano Rigoberto Cosme, por abuelos y parientes muy queridos. Y aprendió a caminar pronto, más ligero que sus hermanos. Ágil y picaresco siempre haciendo travesuras que eran ocultadas por el resto de los hermanos. Una tarde de tormenta un rayo cayó cerca del camino, el caballo se descalabró y cayeron en un barranco. Dos de sus hermanas: Federica y Leticia quedaron en estado de coma. No hubo terapia que ayudara a las niñas y con el dolor incrustado en el corazón de la familia las dejaron en el camposanto de Laguna Larga. A tres kilómetros de la casa familiar.

            Pasó el tiempo y los muchachos fueron internados en un colegio LaSalle y Amancia la hermana de ocho años, fue a las Clarisas. Quedó él, el niño más mimado de la familia. Con el Jardinero, aprendió a cazar, a pescar y a galopar por los campos de trigo y cebada de la estancia. También don Antenor, le enseñó a capar y marcar el ganado. Para el muchacho todo era un deporte.

            Creció hablando un francés pasable, porque la nana insistió en enseñarle su lengua nativa. Su madre le hablaba en inglés y el padre, como buen hijo de castellanos, le obligaba a usar el español a la perfección.

            Nadie habló de llevarlo a la ciudad a un colegio para su formación y sólo aprendió con esmero de la enorme biblioteca de sus padres. Era muy inteligente y curioso. El día que su padre compró un Ford, estalló en gritos de alegría y ya nadie pudo impedir que trepara al vehículo y aprendiera a manejarlo. Volaba por los caminos polvorientos. Desarmaba parte por parte el automóvil y lo armaba como a un simple rompecabezas. ¡Es un genio! Se decían en la casa. Pero salía con el asiento lleno de armas y volvía con animales sangrando, colgados de los hierros del coche.

            La cocinera se molestaba porque debía limpiar y despostar los bichos. Luego cocinarlos con recetas que le daba la nana. La madre lo llamaba Rigoberto, por una discusión que había tenido con su abuelo de quien el muchacho había recibido el nombre de Luciano.

            Cuando pasó el tiempo, ya mozo, su figura era la de una estampa de buen artista plástico. Alto, bien formado, de ojos claros como su padre y siempre tostada la piel por el sol que recibía entre los campos de girasol y maíz. A veces iba a buscar a sus hermanos y los veía pálidos y descontentos, llenos de remilgos por la exigida escuela y sus maestros. Pero él, sólo pensaba en grandes aventuras.

            Su padre le regaló un campo y él, supo hacerlo trabajar y acrecentar sus bienes. No sería abogado como uno de los hermanos, Rufino, ni cura como Alcides pero su vida sería recordada por siempre. Él, sería un héroe.

            Aprendió a volar unos armatostes de metal, lona encerada y madera. El motor echaba humos como horno de pobre y el ruido era del mismo infierno del Dante. Voló solo y acompañado por su amigo Waldemar. Pasaron del globo al aeroplano como pájaros sedientos. Eran jóvenes y arriesgados. Llegó a Francia y París lo recibió con su bohemia y pasión. Amó a varias mujeres, probó todo. Hasta un día que le llegó un telegrama diciendo que su padre y su madre habían muerto y se lo necesitaba en América. Laguna Larga era su lugar y su mundo pequeño pero asombroso. ¡Y regresó! Ya tenía cuarenta años. De sus hermanos poco sabía. Su hermana se había casado con truhán que le robó hasta la memoria. Tenía siete hijos y deudas hasta en la cocina. Cuando la vio, casi cae desmayado. Delgada y pálida, su cutis otrora arrebolado era color ceniza verdosa, sus manos que parecían ángeles en el teclado del piano estaban llenas de cayos y ampollas. ¡Un horror!

            Resolvió la vida de Amancia, que cambió. La de sus hijos también. Pero, ella le hizo comprender que tenía que formar una familia. Buscó entre las muchachas casaderas a la más inteligente y de buen humor, no quería un limón agrio a su lado. La encontró en Virginia Del carril y Orregio. Una dama, que hablaba francés, inglés y pintaba como había visto a grandes artistas en París.

            Siguió cazando pero junto a su amigo Waldemar, atravesaban la sabana africana o asiática buscando piezas de alto valor entre los hombres acostumbrados a ese deporte. Mientras ellos viajaban, Virginia y Amancia, manejaban los campos y disfrutaban en reuniones con personas pensantes. Hasta que vino una revolución y quedaron dentro de un pequeño círculo que se ocultaba para tratar de reponer la Justicia y el orden.

            Les confiscaron las haciendas y los vehículos. Se salvó el avión porque Luciano Rigoberto lo había llevado a África. No pudo regresar por dos largos años. Su país ya restablecido el parlamento, le había devuelto sus bienes. Cuando regresaban una tormenta los atrapó en pleno mar, debieron aterrizar en una pequeña isla y allí, esperar un tiempo de bonanza. Al aterrizar en Laguna Larga comprendió la verdad, se acercaba un hombre bello, tan hermoso como fuera él, a sus años y supo que había envejecido.

            Un abrazo enorme los unió y una promesa selló sus corazones. No venía un héroe, venía un hombre maduro que ya perfilaba los setenta años. Virginia, con la cabellera gris, le entregó dos cartas. Una de su hermano abogado que exigía la herencia que le correspondía y una de su hermano que ya era obispo, que pedía entregara su parte a los pobres de África. Y así, el muchacho arrogante y veleidoso se arrebujó en un sillón junto a su perro y su esposa, para pasar el resto de su vida como un hombre común típico de un tiempo lejano.

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