jueves, 22 de octubre de 2020

DESPELLEJADA

 

            Vi a la mujer atravesar el camino de pedregullos con las riendas en la mano. A horcajadas, venía un niño herido. Un pequeño accidente lo había hecho caer del caballo y sangraba apenas por la boca. Lloraba y ella, le hablaba con un amor indescriptible. Me detuve. ¿Necesita ayuda? Dije mirándola por vez primera. ¡No el niño se asustó y soltó las riendas, el caballo galopó y se tiro, cayendo en el pastizal del Potrero de los Lopez!

            La vi ingresar presurosa en su cabaña. Bajó al niño y abrazándolo lo llenó de besos y caricias. El chico aparentaba unos catorce años, pero era infantil en sus modales.

            Ella, me explicó que era “un chico especial”; lo adopté por eso. ¡Eso es amor, me dije y caridad en un corazón bueno! La quise sin pensarlo por su actitud con la vida. Había estrenado una amiga. Mi cabaña estaba a metros de la suya y nunca la había hablado en esa forma tan personal; un saludo tal vez, una palabra al pasar o nada.

            Con el tiempo la conocí más y el muchacho me reconoció con alegres gritos eufóricos cuando le daba alguna golosina. ¡Un día enfermó! Grave, partió al hospital y a los tres días falleció. Su madre del corazón estaba desconsolada. ¡Yo sabía! Los que me entregaron a Yael, me dieron tres o cuatro años de vida… vivió once más. Dios me lo regaló más tiempo de lo que estaba diagnosticado. No me puedo enojar con la verdad.

            Ya sola, comenzamos una amistad más personal y me contó su historia. Soy nacida en Italia, me decía, mis padres emigraron después de la guerra. Éramos muy pobres. Papá no hablaba el castellano y unos paisanos lo hicieron trabajar a destajo en una panadería en los suburbios de Buenos Aires, y mamá lavaba ropa para la gente rica.

            ¡Pero comíamos! En Italia y en guerra, ni para el pan teníamos. Yo llegué a país con ocho años, era flaca como un escarbadientes y enseguida entré en una escuela donde las maestras me apañaron y fueron muy dulces y buenas con mi hermano y conmigo.

            Cuando cumplí los catorce mi papá consiguió que fuera a trabajar en una fiambrería. ¿Conoces los supermercados “MAPOL”? Sí, claro, ¿quién no los conoce, si están en casi todo el país menos en esta bendita tierra. Por eso vine a vivir acá, me dijo y enmudeció. Yo he aprendido a silenciarme cuando alguien se detiene en un relato tan personal y llora.

            La saludé y salí caminando por el jardín precioso que había creado para el niño y sus juegos. Había flores por cada rincón, debajo de los árboles, en los barrancos que dan al riacho, en la orilla del camino y bajo el alero. Salí en silencio respetando su pesar.

            Dos semanas después, la invité a tomar un café. Allí comenzó a hablar. Gracias por tu silencio del otro encuentro, me dijo. ¡Sos buena oreja para oír mi vida! Mi patrón era viudo. Cuando cumplí dieciséis años, me corté estos dedos cortando fiambre en su negocio. Fue muy cariñoso y me llevó a curar. Pagó una cuenta descomunal, pero no conseguí que me implantaran las falanges faltantes. Me puso en la caja y comenzó a llevarme a su casa a comer. Tenía cinco niños pequeños. Yo soy muy maternal, lo habrás notado; enseguida se encariñaron conmigo. Me llevó a vivir con él.

            Mi padre se enojó por no estar casada y no me dejó entrar más en su casa y mamá y mi hermano me venían a ver al negocio. Íbamos creciendo a pasos agigantados. En dos años tenía cinco sucursales en diferentes barrios. Me compró una moto y yo iba y venía a los bancos y a las fiambrerías. ¡Por haber pasado la guerra, soy ahorrativa y astuta con el dinero! 

            A los veinticinco ya los chicos comenzaron el secundario y venían a los negocios que crecían y crecían como hongos. Él le iba agregando ramos: verdulería, panificados y cientos de enlatados y armaba una bodeguita en cada sucursal. Yo le criaba los hijos, le hacía las compras mayoristas y cuidaba sus ganancias.

            ¡Y un día, cuando quise acordar apareció el gran cartel: Supermercado MAPOL!

Era una fiesta. Sí, yo preparé todo y al momento de ingresar me dejó en un rincón y los hijos estaban junto a él. Yo era un estorbo. ¡Impresentable! Según dijo al otro día. Agarré mis pocas cosas, algo de ropa, mi moto y algo de dinero que tenía ahorrado que me había regalado y me fui. ¿Querés creer que nunca me buscaron? Ni el padre ni los hijos. Y yo, les di mi vida. ¡Por eso vine acá el único rincón del país donde no está MAPOL…! Adopté a Yael con la ilusión de no estar sola, aunque los médicos me dieron pocas esperanzas. Trabajé en lo que sé, en una fiambrería de barrio. Ahorré todo lo que pude y compré esta cabaña. Acá escondida de la maldad ajena supe que había que renacer. Llegué despellejada, sin consuelo. Al año me traje a mi mamá que ya era viuda. Y creamos el paraíso en el jardín cerca del cielo.

            Pasó el tiempo y conoció un criollo que le propuso casamiento. ¡Un pobre tipo! Pero bueno. Vivieron muchos años juntos. Un día aterrizó en esta ciudad: MAPOL…y ella se esfumó con su compañero. La cabaña está cerrada y tiene hace varios años un cartel: “¡SE VENDE”!  Nunca supe qué pasó con ellos. Tal vez un día me llame y me cuente dónde se esconde del hombre que la usó y la dejó cuando tuvo fortuna y los hijos criados.

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