Hoy encontré la carta que escribí
hace años a los Reyes Magos. La letra es la de una niña de ocho años que recién
comenzaba a crecer, soñar y esperar. La leí emocionada recordando aquellos
días. “Queridos Reyes Magos, les pido que
este año me dejen la muñeca de ojos azules que está en la mercería de doña
Porota. Soy la alumna que tiene las mejores notas en todo cuarto grado y, en
clases de baile, ya logré hacer punta por más de quince minutos. La señorita
Sonia dice que tengo futuro como bailarina, pero mamá dice que ni sueñe, que
nunca me va a dejar. Yo ahora prometo no ser bailarina si me traen la muñeca.
Con cariño: Luciana”.
Me senté en la
orilla de la cama de mamá, mientras tomaba una copa de Cabernet fresco y
recordé cada minuto de esos días. Encontré varios papeles y cartas, que
escondió, para que no lograra llegar a la capital, a la selección de becarias
en el Teatro Coliseo. A su pesar, lo conseguí.
Renuncié, esta vez, a varias
funciones en New York y Durban, para realizar la horrible tarea de enterrarla y
desarmar la vieja casa en el pueblo. Los vecinos, en el cementerio, me miraban
con envidia. Creerán que hacer un trabajo como el que tengo es mejor que el de
ellos. Viajar tanto en avión de París a Londres, de Moscú a Berlín o Tokio, no
es como caminar por las calles tranquilas del pueblo en que crecí. Andar bajo
los paraísos en flor o los jacarandaes violetas, con olor a tierra húmeda y
escuchar el canturreo de los pájaros. ¿Qué es mejor? ¿Quién sabe? A veces,
cuando estoy sola en un hotel, en el que ni siquiera salgo a recorrer la zona,
siento nostalgia de esta patria chica. El querido pueblo de la niñez.
Una lágrima está borroneando la tinta de la hoja de cuaderno en
que hice el pedido de Reyes. Esa muñeca todavía permanece en mi nostalgia,
acompañándome. No es llanto de dolor el que se escurre, sólo añoranza de la
infancia.
Hace
exactamente tres años, cuando papá iba desde Paraíso del Indio al pueblo, en el
viejo Chevrolet, un tornado lo elevó sobre el pastizal de los Silveira.
Desapareció. A los seis meses encontraron parte de la carrocería en un bañado
como a noventa kilómetros de casa. A mamá le dieron pequeñas pertenencias de
papi, que hallaron algunos chacareros en los campos. Nada importante: un
pulóver, un zapato marrón, la caja de herramientas vacía, además un libro de
Víctor Hugo, embarrado y con pocas hojas. De él, nada en concreto.
Al año siguiente, en Semana Santa, encontraron
un cadáver. El comisario dijo que era el cuerpo de papá. Lo lloramos como si en
realidad lo fuese. Nadie estuvo seguro que fuera él.
Me
llamo Luciana. En noviembre cumplí los ocho. Como todas las niñas del pueblo,
voy a la escuela y a danza. La señorita Sonia es mi profesora. Ella —dicen mamá y la tía— era una gran
bailarina. Un día tuvo no sé qué enfermedad en los tendones y ya no pudo
competir en audiciones de ballet. Nosotras miramos, sobre el piano de la sala,
un sin fin de fotografías en que se la ve, en algunos teatros, con tutú y
zapatillas de punta. Están firmadas por gente muy importante y destacada, me
parece.
Mi pueblo sigue tranquilo. La pereza
abunda entre sus habitantes y crece lento. Los que viven aquí están detenidos
en el tiempo. Abrumados por los miedos. Los moradores, beben en bares todo el
tiempo vino casero, ginebra y caña. ¡Es un problema!
Acá las madres temen
todo. Si te ven hablar con alguien mayor, no les gusta; si te ven jugando en la
plaza a la siesta o en la tarde y comienza a oscurecer, salen a buscarte. Es
como si detrás de cada hombre, hubiera un monstruo capaz de comerte. La mayoría
trabaja en la chacra. Cosecha y siembra. Mi papá vendía plaguicidas y abonos.
Nunca encontraron el maletín donde llevaba las muestras.
La
señorita Sonia dice que no pierda la esperanza de reencontrar a papá. Mami se
enoja cuando le cuento lo que hablamos entre paso y paso de baile.
Pronto
será la cuarta navidad esperándolo. Es feísimo esperar y esperar, aunque la
parentela nos invita a pasar la fiesta con ellos. Siempre agradece mi mami,
pero nos quedamos solas en casa. Es más triste, pero es una manera, de estar
más juntas. Unidas en nuestra desgracia.
Al principio, no me daba cuenta de que nos faltaba plata, luego
descubrí que recibían ropa para arreglar y después hacían vestidos, camisas y
pantalones, para vecinos del pueblo. Así pudieron mantener la casa.
Ayer,
me mandó a la casa de la señora Clarita. Debía llevarle la falda nueva, ésa de
color blanco que iba a usar en el baile del colegio. Luego, pasé por la mercería
a comprar hilos y un cierre cremallera color anaranjado. Allí la vi. La muñeca
más hermosa que jamás pude haber soñado. Estaba sobre el mostrador de vidrio,
junto a una caja llena de guantes de seda, ésos que usan los chicos que hacen
la primera comunión o son abanderados.
Recuerdo
que me quedé un rato mirándole los ojos azules y el cabello castaño, de pelo
natural que caía como en bucles sobre el vestido de plumetí rosado. ¡Los
zapatitos color negro de charol, con dos pequeños pompones y hasta medias blancas!
Tenía dos dientecitos que le asomaban por los labios apenas abiertos. Lucía
pestañas de verdad y cejas pintadas suavecito, sobre las mejillas de un
sonrosado que apenas le daban color, como a una niña recién nacida. Deditos
regordetes. Aritos y pulsera de perlas. La señora Porota, me dejó observarla un
rato, sin decir nada. Después, dijo que le llevara las cosas a mamá, pues
estaría preocupada. Ya caía el sol y si oscurece sabe que se asusta.
Volé con alas entre nubes de ensueño. Jamás volveré a pasar por
ahí sin mirarla, recuerdo que me prometí. Se la voy a pedir a los Reyes Magos.
Esa muñeca será mía. No una parecida, ésa.
Le conté a mamá. Dijo que no pidiera
algo tan caro, porque los Reyes, tienen que repartir juguetes a muchos niños.
La tía me miró mal. Pensé que era una bruja porque vivía retándome por todo y
tal vez haría algo para que los reyes no me la dejaran.
Anoche
escuché a mamá llorando. Le decía a la tía, que era imposible comprar nada
extra. Imaginé que hablaba de los zapatos que necesito, pero el corazón me dio
un porrazo cuando le oí decir. “No le
puedo comprar la muñeca a Luciana, deberá esperar, tal vez más adelante”
¡Doble pena, saber que los Reyes Magos no existían y que nunca tendría la
muñeca de ojos azules!
El día de la fiesta de fin de curso,
grande fue mi sorpresa, cuando entré en la dirección de la escuela y vi la caja
con ella en una mesita. ¡La iban a rifar! No tengo más esperanzas, pensé. Me
fui a casa y lloré a escondidas. Mamá sufrió bastante con la desaparición de
papá, no debía darle más pena. Me acosté con los ojos rojos e hinchados, pero
igual me dormí. Esa noche soñé con mi papi. Venía volando. Entró por la ventana
y traía en la mano un papel con el número 8. Sonriendo me mostraba el cielo y por
allí se iba.
Cuando desperté, le conté a la tía y sonrió. Salió rápido de la
cocina hacia su habitación, me dio un peso y dijo que corriera y comprara el
número de rifa de la escuela. “Comprá el
8 “. Y no corrí, volé. Lo encontré. Gracias a Dios nadie había querido ese
número. Con el papelito verde en la mano, apretado contra mi corazón, se lo
llevé y de alguna manera supe que la tía, me quería y no era mala, como pensaba
yo, cuando me regañaba. Al número, lo guardó en una Biblia vieja que era de la abuela,
y así llegó el día de la rifa. Cuando escuché que cantaban el 8, casi caigo
desmayada.
La directora tomó de mi mano el número, miró el que un nene de
jardín de infantes tenía en la mano, al que sacó de una bolsita donde estaban
todos y tomando la caja, me la puso con cuidado en los brazos.
Pronunció un largo discurso, que no
entendí, pero creo que dijo: “Luciana se
lo merece. Porque es estudiosa y ha perdido a su papá”. Cuando llegué a
casa con la muñeca, saltábamos abrazadas alrededor de la mesa del comedor. Mamá
comentó que papá me la mandaba desde el Cielo. Ese día creí nuevamente en los
Reyes Magos.
Hace unos meses, caminando por el
aeropuerto, antes del debut en Durban, en Sudáfrica, se me acercó un nativo,
muy extraño, vestido con una túnica amarilla y un enorme turbante de color
brillante. Su piel oscura, relucía con el neón de los pasillos. Los ojos
parecían dos estrellas negras en un mar rojizo. Una enorme sonrisa acarició mi
desconcierto cuando, en perfecto francés, habló: “Su padre, al que veo, dice que el cuerpo está en el fondo de un lago
en su lugar de América. Él, su espíritu, está siempre cerca, ahora mismo
permanece parado a su lado. Sonrió y señaló la muñeca que llevo desde niña en
brazos cuando viajo. Se la regaló cuando usted tenía ocho años. Le expresa que
la ama y que se cuide al bailar”. Luego, con paso lento, se perdió entre la
muchedumbre en el aeropuerto.