KAMIKASE
“El tiempo se pierde en la arena sin dejar huellas del dolor de
ser maltratada como mujer” la autora.
Cerró el último cuaderno. Desde muy
joven escribía un diario donde dejaba las huellas de penas y sonrisas. Con la
tijerilla afilada de cortar los hilos de bordar abrió sencillamente sus venas
azulosas. Las manos flacas y angustiadas borbotearon en rojo desparramo suave y
melancólico su vida. Puso su pulgar como sello bermejo al final de la postrera
despedida. Grisela.
Quedó sentada repasando el tiempo.
Tiempo desde la infancia inconciente de desdichas que galopaban arremetiendo el
futuro sin descaro. Se vio niña acunando muñecas con rostros de porcelana
apenas coloreadas. Se vio adolescente con la cabellera al viento conjugando
candor con sueños imposibles. Se vio mujer amedrentada por un enamorado que la
despojó de su dignidad haciéndole sentirse Nada.
Soñó un bondadoso pasado de
embarazos con niños que abrazó con ternura creyendo recuperar su perdida
felicidad y todo fue inútil, falló en su tarea de algún modo.
Envejeció sin tregua. Su perfil de
seducción se fue desfigurando en una mueca doliente y huyó a su interior con
brío. Caracol de dura coraza de piedra y cemento que adquirió con miedo y
adormeció su alma. Huyó en un tren imaginario. Recorrió millas de silencio y
traspasó vías de rumores que mitigaron su corazón en sangre viva y de sus
llagas exangües; el humo de la máquina de la locomotora, sombreó para disimular
sus ojos exaltado de lágrimas, oscureciendo las marcas de ojeras cárdenas. Un
tren inexistente que la llevó en el tiempo y calmó heridas.
Ahora, tenía que esperar. Su cuerpo
iba lentamente perdiendo el suave tono de la piel para quedar como el alba de
las rosas blancas que movía la brisa en la pared sombría. Las otrora manos
hacedoras de estrellas y milagros caían sobre su flanco dándose el respiro de
un ronroneo de burbujas de color bermejo.
El sol se iba escondiendo. El
silencio de siempre siguió siendo silencio. La tristeza de siempre se apuró a
besarla en la boca seca y sedienta de ternura. Nadie la rescataría de su adiós.
Era un “kamikase” de la historia de su vida. Nació siendo mal acontecida y
siguió perpetuando su desdicha como mujer maltratada sin consuelo.
Cayó la tijerilla reflejando la luz
de una estrella que asomaba en la ventana. Cayó el cuaderno con su huella y
quedó esperando el tren que, imaginariamente, la llevaría al mundo de los
vivos. Ese mundo en que creyó encontraría un amor verdadero y bello.
En el silencio de la muerte… se oyó
el silbido de un tren que se acercaba en un chirriar de hierros y misterio.
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