Llegó Romualdo Ríos por el empedrado, silbaba un tango de
Gardel. No vio al rufián parado junto al vitral del bar. Brilló el cuchillo y
se clavó en mismo lugar de la memoria, donde la “mina” de vestido verde
jugueteaba con su sonrisa de arrabal. Cayó en un rosetón de sangre que
desparramó en silencio de dos por cuatro. Desde una ventana una lágrima cayó en
la mejilla de la muchacha que soñaba con su amor.
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