La calle se había poblado de ruidos extraños. Un racimo de
nubes parecía esconder la figura siniestra de la muerte que acechaba en los
oscuros rincones del pasaje estrecho. Retumbaba el taconeo de una mujer que
buscaba un amor. Su negra cabellera apenas cubría su intrépida desnudez. Su
enjuto cuerpo estaba anonadado, apenas cubierto por un faldón de satén rojo. Se
detuvo un automóvil y lentamente fue descubriendo el rostro de un hombre cuya
mirada lasciva e inquieta recorrió la figura de la fémina.
La luz de la cantina colmó de colores el breve vestido de la
muchacha. Un rumor de bandoneón, piano y violín abrazó los cuerpos. Un tango de
Cadícamo apretó la garganta reseca. Una seña. Subió al coche y partieron por la
calle bajo el influjo demoníaco del tango que esparcía su voz por la pequeña
radio. Bailaron hasta que la luna se aburrió de alumbrarlos y un rojizo
despertar del sol comenzó a abrumarlos. La dejó en una esquina. Miró la hora.
Nunca el reloj había movido sus agujas. Era apenas medianoche.
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