LING TAI YU...
Era de ladrillo
cocido, esmaltada en algunas de las figuras del león vigilante de los demonios
caseros. Era la casa donde ella, ahora era la “primera”...
La belleza nívea de la
rala cabellera transpiraba noches de luna insomne. Pequeñita, torpe en su
desplazarse entre el crujiente sillón de madera y mármol, que refrescaba su
escaso puñado de músculos macilentos. Sus pies hinchados y deformados la hacían
arrastrarse para llegar hasta el altar familiar abrazado de incienso volátil.
El rojo tapado de seda abarcaba su cuerpecito menudo y tieso. En sus ojos
cenicientos nadaban los miles de plantitas de arroz que plantó en su juventud,
agachando el deseo de estirar un suspiro en su espalda corva. Miles de siglos
apretados en su espalda de campesina. Sus manos de piel morena, dedos deformes
y aguzados como azuelas acariciaban una pequeña bolsa displicente en su regazo.
Picardía en el sobar las fruslerías de jade y oro que contenía su faltriquera
antigua, recuerdos obscenos de la época anterior a la muerte de la primera esposa y de la segunda. Se sentó extasiada
bajo el cerezo florecido esa mañana. Un mar de rosados pétalos atrapaba las
abejas y abejorros que extraían el néctar para polenizar otros árboles de la
ciudad en flor. Una sombra azulada se perfiló en su rostro cuando una jovencita
se acercó a lavarle los pies y las manos. Era la hora de sol rotundo, cuando
caen guijarros de fuego húmedo sobre la techumbre de viejas tejas musgosas. Era
esa, la nueva esposa de su hijo mayor y ella la odiaba. Su sonrisa desdentada
horadó su memoria...Activó la imagen de
la primer esposa de su amado. Esa que la hizo hincarse para limpiar su sangre y
el tibio semen después de copular toda la noche. El odio ensombreció la mirada
astuta y petrificó aún más su corazón partido en mil esquirlas aguijadas. Zumbó
su voz el vapuleado azote verbal a la
nueva muchacha que penetraba en su mundo petrificado de silencios. ¡No me toque,
dijo en un zollipar no escuchado! Y la tercer esposa del primogénito, siguió
abrevando el tibio líquido sobre la piel escamada, a causa de largas temporadas
pisoteando en el fango, cosechando o plantando arroz para su esposo. La había
comprado por monedas a su padre que la odiaba porque era mujer y había nacido
antes que el varón tan esperado. Otra muchacha, casi una niña, le acercó un bol
con una papilla tibia con verduras y pescado finamente desmenuzado. Comió con
la pequeña mano, ya no podía sostener los palillos por el dolor afilado que le
deformaba los nudillos. Bebió el té verde, que se deslizó por su barbilla que
descargaba en el ahuecado pecho la mitad del contenido del mínimo vaso de
porcelana. Se durmió entre sorbo y sorbo, pero soñó con las caricias de su
dueño caprichoso en tardes de primavera. Sus muertos senos eran como talegas de
duraznos maduros y perfumados entre los dedos expertos de aquel hombre que
había deseado tanto...otrora. La muerte atisbaba lujuriosa entre los cerezos.
Ella abrió los nublados ojillos medio adormecidos y vio acercarse a la esposa
primera, aquella que le había robado la pasión de su amo y esposo. Venía a
buscarla desde la otra vida. Tomó un bambú que le servía de apoyo y descargó un
tremendo golpe a la maldita. Otro golpe y otro. Inesperadamente la tercera esposa
de su hijo cayó. La cabeza estrellada a palos en un charco de sangre sobre el
pavimento del patio interior. La negra cabellera juvenil teñida de fiesta,
pensó... ¡Resonó como el tambor del templo!
Acudieron las otras mujeres
para auxiliarla...era demasiado tarde. La muerte jugó con el destino pero se
llevó la vida joven. Inocente la muchacha yacía en las piedras pulidas por el
uso. Victoriosa la anciana juzgó que debía dormir una siesta. No vestirían de
blanco por lo sucedido. El rojo seguiría siendo el color de la casa.
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